Alguno leyendo el título de esta breve investigación pensará tal vez que se trata de una estrategia publicitaria destinada más a llamar la atención que a proponer un argumento. En realidad no; el título está estrechamente unido a la realidad. Agustín había prometido escribir un libro sobre las nociones de herejía y nunca lo hizo. Pretendo en este artículo explicar brevemente:

LA PROMESA NO MANTENIDA

La promesa está unida a la insistente petición de un diácono de Cartago que llevaba el nombre de “Quodvultdeus” (nombre latino compuesto por un relativo, un verbo y un sustantivo: “lo que Dios quiera”). Este último le escribió pidiéndole un breve tratado acerca de todas las herejías que surgieron después del acontecimiento de la ascensión del Señor. El obispo de Hipona había pensado tiempo atrás por su propia cuenta en una obra similar, sin embargo, no la había iniciado debido a la dificultad de la empresa; en efecto, la consideraba superior a sus fuerzas (De haeresibus. praef.). Responde Agustín a su interlocutor remitiéndolo a las obras de Filastrio y Epifanio (Epistolae 222). Por su parte, el diácono no se contentó e insistió (Epistolae 223). Agustín cede. La razón: aquella insistencia le parece un signo del querer de Dios; era conocida la sensibilidad del obispo de Hipona a esta situación. Con un poco de humor a propósito del nombre del diácono, responde: “comenzaré a hacer aquello que Dios quiere” (De haeresibus. praef.). Sin embargo, lo posterga continuamente —y lo dice abiertamente— denominándolo “un gran negocio”. Espera poder resolverlo con la ayuda de la oración del observante diácono y de los buenos amigos.

Divide el trabajo en dos partes o, mejor, en dos libros, el primero destinado a responder la primera pregunta, que era esta: exponer algo breve, conciso, como un compendio, sobre las diversas herejías. El segundo estaba destinado a resolver la siguiente pregunta: qué enseña la Iglesia contra estas herejías: “quid contra teneat ecclesia catholica” (Epistolae 221,3).

Parece que el buen diácono no supiese con exactitud qué era lo que solicitaba. Se percata de esta situación san Agustín y trata de encontrar una solución. Esta segunda petición, a diferencia de la primera, iba más lejos: “estas averiguaciones tuyas se pierden en la inmensidad” (De haeresibus. praef.). Por tanto, prefiere evadir el obstáculo y en lugar de exponer la doctrina de la Iglesia contra todas y cada una de las herejías, se propone indicar el camino para reconocer y de esta forma evitar cada herejía. De esta forma, declara: “respecto a esto, si Dios quiere, pretendo indicar cómo se puede evitar cada herejía, sea conocida o desconocida, y, a su vez, cómo juzgar rectamente cualquier nueva herejía que aparezca” (De haeresibus. praef.). Por tanto, el segundo libro debía tener este título preciso: Quid facit haereticum, que traduciremos: En qué consiste lo herético o más libremente: Cuál es la noción de herejía.

Agustín escribió el primer libro exponiendo brevemente, con la guía de Filastrio y Epifanio, 88 herejías, comenzando por aquella de Simón el Mago hasta la de los pelagianos. De esta última él mismo era testigo de primera mano y por tanto su exposición es muy útil como síntesis de sus obras sobre el pelagianismo. Resultan interesantes las palabras finales de este libro que anuncian el argumento que tendrá el siguiente: “de aquí en adelante conviene investigar qué provoca que un cristiano se convierta en hereje (quid faciat haereticum) para que con la ayuda del Señor evitemos la herejía, no solo aquellas que conocemos, sino también aquellas otras que desconocemos y las que puedan surgir”. Finalmente concluye: “terminando por tanto este libro, he considerado oportuno enviarlo, antes de completar toda la obra, a fin de que aquellos que lo lean, me ayuden con sus oraciones a completar aquello que falta, que es, como veis, muy grande” (De haeresibus. praef.).

La promesa y el argumento del segundo libro no podían ser ni más precisos, ni más dispendiosos. Sin embargo, esta promesa no se mantuvo: el segundo libro sobre las herejías tan importante y de por sí difícil nunca fue escrito. ¿Por qué?

LA FALLIDA COMPOSICIÓN DEL LIBRO

Para responder no hay necesidad de recurrir a suposiciones más o menos arbitrarias o maliciosas como aquella de que Agustín se haya detenido, como en otras ocasiones, debido a la dificultad de la empresa. Sería un juicio sin fundamento. Justamente Judith Mcclure escribía hace un tiempo: “¿quid faciat haereticum? (¿cuál es la noción de herejía?). Este era el argumento que realmente interesaba a san Agustín y que él intentaba discutir en el segundo libro de su tratado. Desgraciadamente este libro nunca fue escrito: había trabajado en el primer tomo entre el 428 y el 429, y murió en el año 430” (Journal of Theological Studies 30, 1979, p. 192). Veamos, por tanto, de forma particular cómo sucedieron las cosas: que el argumento fuese difícil, Agustín lo sabía y lo repetía. A pesar de ello, prometió asumirlo, convencido esta vez de que, aunque no llegase a la definición deseada, la investigación sería muy útil. Referiré las palabras de san Agustín más adelante. ¿Por qué no lo hizo? Las apremiantes ocupaciones de Agustín en los últimos dos años y luego su muerte nos dan la respuesta. Cuando el diácono de Cartago le escribió por segunda vez, Agustín le responde enumerando los trabajos que lo agobiaban. Estos eran: la composición de una obra muy necesaria: las Retractaciones; había reseñado los Opuscula in libris (Revisiones de los libros), los Opuscula in epistulis (revisiones de las cartas) y los Opuscula in tractatibus (Revisiones de los tratados). Posiblemente había revisado también algunas de sus cartas en vista de un tercer libro de las Retractaciones al que debía seguir un cuarto concerniente a los discursos.

Otra obra en la cual estaba ocupado era la segunda respuesta a Juliano. Alipio, su amigo de corazón y fiel colaborador en la lucha antipelagiana, desde Roma, donde se encontraba temporalmente, le envío cinco de los ocho libros que el hereje (Juliano) había escrito contra el segundo libro llamado De nuptiis et concupiscentia ad valerium libri duo (El matrimonio y la concupiscencia), con la petición de responder rápidamente y con la promesa de que en el menor tiempo posible le enviaría los otros tres. Agustín, sensible a la petición de su amigo y, podemos creerlo, convencido él mismo de la necesidad de una respuesta, retrasó la composición de las Retractaciones y comenzó a hacer frente por segunda vez a los postulados de Juliano, adelantando las dos obras al mismo tiempo, una de día y otra de noche. Cuando escribía al diácono de Cartago, ya había comenzado a responder el cuarto libro: “Cuando haya respondido al quinto —dice en seguida— si no me han llegado los otros tres volúmenes, comenzaré a escribir la obra que me pides, distribuyendo el tiempo entre la noche y el día: nocturnis et diurnis temporibus in singular distributis” (Epistolae 224,2.). Esto acontecía cuando el obispo de Hipona entre el 428 y el 429 contaba aproximadamente con 74 o 75 años de edad.

Pero no es sobre la insomne actividad de este incansable escritor que quiero insistir, sino sobre las preocupaciones prevalentes que tuvo en el transcurso de su vida. Él deseaba de corazón llevar a término dos obras: las Retractaciones y la segunda respuesta a Juliano. Solo cuando hubiese terminado una de estas dos obras, podría iniciar aquella otra que se le había solicitado. Pero el final de las Retractaciones lo veía lejano, más próximo, en cambio, estaba aquel de las cinco respuestas a Juliano, por ello afirmaba: cuando haya terminado de responder a estas, si no han llegado otras comenzaré la obra que me pides.

¿Qué ocurrió en realidad? Debemos o podemos deducirlo de los hechos sin necesidad de suposiciones gratuitas. Cuando Agustín murió en la noche entre el 28 y 29 de agosto del 430, dejó incompletas tres obras: las Retractaciones: son dos libros y debían ser cuatro; la segunda respuesta Juliano: son seis libros y debían ser ocho; y Sobre las herejías: es un solo libro y debían ser dos. Falta precisamente aquel que nos interesa. ¿Qué sucedió? Simplemente, y fuera de toda duda para quien tenga presente la última carta citada, una vez finalizó la respuesta al cuarto libro de Juliano y la respuesta al quinto, los otros tres tomos no habían llegado de Roma; sin embargo, se sentía en el deber de mantener la promesa a “Quodvultdeo” y comenzó la obra Sobre las herejías, trabajando al mismo tiempo en las Retractaciones o, más precisamente, en la relectura de las cartas y de los discursos, en espera de dictar los otros dos libros. Los primeros dos, como se sabe, ya los había publicado. Finalizado y enviado al destinatario el primer libro Sobre las herejías, llegaron los otros tres libros de Juliano. Dada la urgencia de responder a estos —el amigo insistía—, Agustín suspende por el momento la obra Sobre las herejías y retoma la respuesta a Juliano, componiendo el sexto libro.

Entre tanto, lo sorprendió la muerte y las tres obras quedaron inconclusas.
¡Lástima! Los dos libros faltantes de las Retractaciones nos habrían suministrado la necesaria e insustituible información sobre muchas cartas y discursos de Agustín, conservando así al menos la noticia de tan valioso material, y ahorrando a los historiadores y los editores lagunas, incertidumbres y fatigas. Las obras faltantes de la respuesta a Juliano nos privan de la réplica agustiniana que en el sexto libro aparece más detallada y exhaustiva. Nos priva, además, de algo que lamentan indistintamente todos los estudiosos de la antigüedad cristiana: de los dos últimos libros del texto Juliano, que se han perdido irremediablemente, ya que san Agustín no los conservó para sí, como lo hizo con los otros seis tomos. Finalmente, con el faltante libro Sobre las herejías nos priva de una síntesis teológica sobre la noción de herejía, que la patrística no produjo y la escolástica no llegó jamás a escribir. Considero que se trata de una gran pérdida. He dicho pérdida, sea por la importancia del argumento que es fundamental, se quiera o no para la teología, sea por la autoridad del obispo de Hipona, el cual, después de cuarenta años de continuas discusiones contra los herejes, habría podido decirnos con verdadera competencia todo cuanto pensaba acerca de la difícil noción de herejía. No creo que se pueda dar con respecto a esta pérdida un juicio diverso, a menos que no se quiera dar crédito a una idea de nuestro doctor que no responda a la historia sino a la premura, por no decir otra cosa, de cualquier estudioso.

AQUELLO QUE AGUSTÍN HABRÍA ESCRITO EN EL LIBRO QUE NO ESCRIBIÓ

No viene al caso perderse en lamentos y discusiones inútiles. Preguntémonos ante todo esto: ¿es posible tener alguna idea de aquello que Agustín habría escrito en el libro que no escribió? Respondo: es difícil, pero no imposible. Que sea difícil lo percibe cada uno y es inútil insistir. Si algunas veces, y tal vez con mucha frecuencia, es difícil llegar a entender lo que un autor escribió, imaginémonos entender aquello que no ha sido escrito. Pero, repito, no es imposible, al menos en el caso del obispo de Hipona, el cual en las largas discusiones con los herejes dejó escapar aquí y allá observaciones, indicaciones y juicios que puestos en conjunto pueden darnos una idea de aquello que pensaba en torno a la noción de herejía. Trataré de reunirlos para delinear esta idea. Lo haré naturalmente bajo mi propio riesgo, sin embargo, espero no andar muy lejos del cometido.

PANORAMA GENERAL DE LA HERESIOLOGÍA AGUSTINIANA

Primero que todo, haré un breve panorama de heresiología que, a pesar de lo fragmentario, no es para nada escaso, más bien vasto: Agustín abordó todos los aspectos que tienen que ver con este delicado argumento; vale la pena destacar algunos.

En primer lugar, el fundamento bíblico: cada herejía contiene una falsa interpretación de la Sagrada Escritura. Agustín lo repite con frecuencia (Cf., p.e., Epistolae 120, 3,13; De Gen. Ad litt. 7, 9,12; In ps. 7,15; De unitate Eccl. 6,14) e insiste, también por esto, sobre la necesidad de estudiar las Sagradas Escrituras. El célebre “intellectum vero valde ama” (“ama intensamente el entender”) nace en este contexto. En efecto, Agustín afirma: “todos los herejes, que admiten la autoridad de la Sagrada Escritura parece que se atienen a ella mientras continúan en sus propios errores; y son herejes no porque desprecien la Sagrada Escritura, sino porque no las entienden” (Epistolae 120, 3,13).

Otro fundamento es aquel psicológico: la soberbia. Era de esperarse de un doctor que ha hablado tanto sobre el dilema humildad y soberbia, a tal punto de otorgarles el sinónimo de los dos amores —el de Dios y el amor a sí mismo— que fundan dos ciudades (De civ. Dei, praef. 14,28). Una madre soberbia, exclama, “omnes (haereticos) genuit” (“ha engendrado a todos los herejes”), así como la única madre, nuestra Iglesia católica, engendra todos los fieles cristianos dispersos en el mundo (Serm. 46,18).

El tercer elemento de la heresiología agustiniana es este: los herejes se separan de la comunión de la Iglesia, se ubican fuera de ella, constituyen por tanto una división, un cisma. Cabría aquí oportunamente un “excursus” sobre la distinción entre herejía y cisma. Agustín ve la íntima relación y hace la siguiente distinción: “cisma es una comunidad recientemente constituida a causa del disenso que nace de la diversidad de opiniones, por tanto, la herejía es un cisma arraigado” (Contra Cresconium 2, 7,9). En otras palabras, la herejía, a causa del orgullo, lleva consigo el cisma, y este, a su vez, agrava y fortalece la herejía (De vera relig. 5,9). Esta interesante relación entre herejía y cisma puede servirnos para comprender la naturaleza de la herejía, que es el objeto de nuestra investigación.

Otro elemento, esta vez cristológico: los herejes separándose de la Iglesia se separan de Cristo y se convierten en anticristos. La expresión está tomada de las cartas de san Juan (1 Juan 2,19), con la explicación de que ellos pertenecen, todos, al último anticristo, aquel que vendrá y se opondrá a Cristo (De civ. Dei. 20, 19,3). De hecho, luego de los epítetos y de las imágenes aplicadas a los herejes, hay en san Agustín una selección variada de aquello que refieren los otros padres sobre el asunto. No hay por qué asombrarse: dependen por lo general de la Sagrada Escritura que no tiene expresiones muy suaves hacia aquellos que se oponen a la verdad.

En cambio, aquello que me parece más propio del obispo de Hipona es la insistencia sobre la utilidad de las herejías; al respecto, depende de un texto de san Pablo (1 Cor 11,19). Las herejías son útiles para el progreso en la inteligencia de la fe,3 para el desarrollo de la Iglesia, la cual se sirve de todos los errantes para el propio bien y para sus correcciones,4 por un saludable temor de los fieles cristianos (In ps. 106,14), etc.

Otro aspecto que considero importante y singular para comprender la mentalidad del obispo de Hipona es el reconocimiento abierto de la agudeza intelectual de la cual los herejes dan prueba. “Non fecerunt haerenses nisi magni homines” (“solamente se hicieron herejes hombres grandes”) (In ps. 124,5), exclama, y en la Ciudad de Dios, entre los tantos signos de ingenio humano, enumera también aquellos de los cuales los filósofos y los herejes hacen gala en la defensa de los errores (De civ. Dei. 22, 24,3).

Otro aspecto no menos importante es la conducta que se debe tener hacia los herejes. Aquí surge el gran ánimo del obispo de Hipona que no todos, desafortunadamente, conocen. He escrito sobre ello en otro lugar y remito a aquellas páginas (S. Agostino, L’uomo, il pastore, il mistico, Fossano, 1983, pp. 275-285). Puedo afirmar que se resume en tres puntos: empeño en arrojar luz sobre los herejes, afecto en el trato con ellos y generosidad en el acogerlos (De gratia christi et de peccato originali. 2, 22,25; Serm. 294,20).

Finalmente, y es lo que a nosotros más interesa, la naturaleza o noción de la herejía. Los elementos que la componen son muchos y hace falta recogerlos aquí y allá en los escritos agustinianos.

PREMISA: DAR UNA DEFINICIÓN EXACTA DE LA HEREJÍA ES TODO MENOS FÁCIL

Podemos comenzar con una observación: para Agustín resumir la noción de herejía en una definición, como él dice, “regulari” (canónica/estándar), es decir, establecer con una acepción universal cómo surge una herejía o es imposible o es muy difícil. “Esto aparecerá —dice prometiendo la obra que no escribió— en seguida de esta obra si Dios me sostiene y conduce a buen término mi discusión”. Previendo en seguida una posible objeción del lector, continúa: “cuanto favorezca esta investigación, aunque no logremos saber cómo se deba definir lo herético, se verá y se dirá en su momento si después se logra encontrar esta definición. No obstante, la utilidad que de ella deriva no hay ninguno que no la vea” (De haeresibus. praef.). Agustín, por lo tanto, sostiene que si bien es difícil encontrar la definición exacta de la herejía, considera también que es útil buscarla aunque no se tuviera que encontrar. De aquí la razón dada sobre la fallida composición del libro: no la dificultad del argumento, sino la muerte; no la dificultad, porque aunque si la misma noción de herejía no se debiese encontrar, buscarla es siempre útil. Aquella utilidad es lo que induce a Agustín a programar el libro que no pudo escribir.

Esta es por tanto la convicción de Agustín ya viejo. Sin embargo, la idea acerca de la dificultad de dar una definición de la herejía estaba en su mente desde mucho antes. En el 417, cuando escribía el De gestis pelagii alaba a los obispos del sínodo palestinense, los cuales no se comprometieron a dar una definición y habían dejado circular la distinción que hizo Pelagio entre hombres necios y hombres herejes. Este (me refiero a Pelagio), en efecto, cuando el sínodo le pidió condenar a aquellos que habían formulado algunas proposiciones sobre la gracia, que él no reconoció como suyas —eran formalmente del discípulo Celestio—, responde: “los condeno como necios (estúpidos), no como herejes, porque no se trata de un dogma” (De gestis Pelagii 6,16).

Agustín comenta: ciertamente no basta proferir una proposición necia, es decir falsa, para convertirse en hereje. Se necesita mucho más. Nace, por lo tanto, de forma espontánea la pregunta: ¿en qué consiste este extra?

ELEMENTOS QUE ENTRAN EN LA NOCIÓN DE HEREJÍA

Al inicio de su sacerdocio no parece que hubiese pensado suficientemente sobre el tema. En sus obras: De utilitate credendi (La utilidad del creer), obra de aquel tiempo, escribe: “según mi opinión, hereje es aquel que, por cualquier ventaja temporal y sobre todo por un motivo de gloria y de dominio, propone y sigue proposiciones falsas o nuevas” (De útil. Cred. 1,1)

.

En este texto aquel “más” que se requiere para construir una herejía es, más allá de la falsedad, la novedad: proposiciones no solo falsas, sino también nuevas. Este es un elemento muy importante dada la naturaleza de la tradición sobre la cual se basa la fe católica —Agustín apelará en la controversia pelagiana, tal como Tertuliano apeló en la controversia gnóstica— pero solo este elemento de novedad no basta. Es necesario otro elemento que emerge en algunas de sus obras como La controversia donatista, luego otra vez en La controversia pelagiana, posteriormente también en aquella otra sobre El origen del alma y finalmente en La ciudad de Dios. Este elemento ulterior es la denominada pertinacia u obstinación de quien en la Iglesia es reiterativo al proponer opiniones falsas o nuevas.

Entre el 396 y el 397 escribe a algunos donatistas: “no son para inscribir entre los herejes aquellos que defienden la propia opinión, sea falsa y perversa, pero sin obstinación ni animosidad”. El texto continúa con una útil distinción: “especialmente, dice, cuando la opinión falsa no es fruto de sus audaces presunciones, sino una herencia de los mayores seductores caídos en el error, mientras ellos buscan con cautela y prisa la verdad y están listos a corregirse en cuanto la encuentran” (Epistolae 43, 1). Esta distinción entre aquel que origina la herejía y quien la hereda merecería un comentario por su agudeza y actualidad, principalmente aquello de buscar con “aguda premura”, que tiene un gran valor sicológico, pero aquí no es posible. En este punto basta hacer notar que el obispo de Hipona en la larga controversia donatista conformó su proceder a este principio. Él sabía que la mayor parte de los donatistas no eran de los herejes, más formales, sino de aquellos que fueron seducidos e inducidos al error.

Pero regresemos a la idea de obstinación. Ella está presente a lo largo de la controversia pelagiana y específicamente en el texto citado anteriormente: De gestis Pelagii (Actas del procesos a Pelagio). Agustín escribe a propósito del error en la fe: “interesa saber cuánto uno yerra, y al mismo tiempo saber si después de haber sido advertido se corrige o al contrario, defendiéndose con pertinacia, hace que se convierta en dogma aquello que se había dicho no dogmáticamente, sino con ligereza: leviter et non dogmatice (ligereza y no dogma)” (De gestis Pelagii 6,18). Es conveniente notar el concepto de dogma aplicado a la herejía: el error en la fe, defendido obstinadamente, se convierte en un dogma y, por tanto, en una herejía.

La misma idea de obstinación ligada a la herejía se encuentra en la respuesta que Agustín da al joven Vicente Víctor de Cesarea de Mauritania, quien le había reprochado duramente la indecisión acerca del origen del alma. Agustín descubre en la obra de este joven de buen ingenio, pero superficial y temerario, aproximadamente diez errores, los enumera y acota: “si se defendiese obstinadamente uno a uno, podrían constituir tantas herejías cuantas son las opiniones enumeradas” (De. An. Et eius orig. 3, 15,23). Nótese que Agustín no dice al joven contradictor: tú eres un hereje, tú estás fuera de la Iglesia, sino simplemente: aquello que afirmas es tan grave que si lo defendieses con obstinación se convertiría en una herejía. La bondad y la prudencia teológica del obispo de Hipona surten el efecto deseado: Vicente Víctor reconoce sus errores.

Por último, la misma idea aparece en La ciudad de Dios

:
cuantos en la Iglesia de Cristo razonan en modo malsano y perverso, si son corregidos para que enderecen sus doctrinas y se resisten obstinadamente y no queriendo modificar su doctrina […] se obstinan en defenderla, se convierten en herejes, se ponen fuera de la Iglesia y son considerados como enemigos que la están probando. (De civ. Dei. 18, 51)

Hemos adquirido otro elemento que entra a formar parte de la noción de herejía: la obstinación. Son, por tanto, hasta el momento tres elementos: la novedad, la falsedad y la obstinación. ¿Pero bastan estos tres elementos? No todavía. Una opinión no se puede juzgar como falsa porque es nueva, como tampoco se puede considerar nueva porque es falsa. ¿A qué debe oponerse obstinadamente el autor de opiniones nuevas y falsas para caer en la herejía?

OBSTINACIÓN CONTRA UNA DOCTRINA CATÓLICA MANIFIESTA

Pienso que Agustín habría respondido a este interrogante. La ausencia de su libro no deja otra alternativa que tomar fragmentos de sus obras e intentar responder por nuestra cuenta y bajo nuestro riesgo. Puede resultar útil un texto de la obra De baptismo (Tratado sobre el bautismo). En dicha obra podemos leer: “no considero hereje sino a aquel que ante una doctrina manifiesta de la fe católica prefiere hacer resistencia a ella y permanecer en su propia opinión” (De bapt. 4, 16,23).

Las palabras clave me parecen estas: “manifestata sibi doctrina catholicae fidei” (“ante una doctrina manifiesta de la fe católica”). Por lo tanto, para que el error se convierta en herejía, la obstinación debe ejercitarse contra una doctrina de fe manifiesta. A fin de que no lo sea, conviene saber discutir, saber dialogar, de frente a la Iglesia “cum sancta humilitate, cum pace catholica, cum caritate christiana” (“con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana”) (De bapt. 2, 3,4). Es innegable el gran valor psicológico y ecuménico de este principio: discutir, dialogar, confrontar las opiniones de tal forma que la verdad no aparezca incandescente, destellante, sino —y esta es la condición esencial— con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana; es decir, para insistir sobre estas sabias palabras, se debe hacer con la humildad que reconoce los propios límites y busca sinceramente la verdad con espíritu pacífico, que en ningún caso lacera la unidad de la Iglesia, con aquel amor que solo abre el camino para encontrar la verdad que se busca: “non intratur in veritatem nisi per caritatem” (“no se ingresa a la verdad sino por el amor”) (Contra Faustum 32,18).

San Agustín reprocha a los donatistas sobre todo por haber lacerado con el cisma la unidad de la Iglesia. Faltando a la necesaria humildad y violando la caridad, han seguido el error, pero no el ejemplo de Cipriano: no han sabido entender que la verdad se hace luz a través de la discusión fraterna. A este punto es oportuna la siguiente observación: aquel que tanto combatió contra las herejías y fue llamado con frecuencia a propósito de esto “martillo de los herejes” era todo lo contrario a un martillo, en cuanto dependía de él, seguía principios pacíficos y ecuménicos, como aquel aquí recordado. No obstante, retornemos a nuestro argumento

.

CUÁNDO PUEDE CONSIDERARSE MANIFIESTA LA VERDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA

La obstinación que origina la herejía debe ejercitarse contra la explícita doctrina de la fe no antes de que esta sea manifestada, sino después, es entonces cuando se convierte en herejía si se resiste obstinadamente. Si bien esta respuesta, incluso siendo verdadera, no soluciona el problema, lo posterga. Se impone de inmediato otra pregunta respecto a los criterios para reconocer la verdad católica: ¿cuándo, en efecto, esta verdad puede considerarse manifiesta? En otras palabras, ¿cuándo aparece clara, cierta, indiscutible e innegable? Si se quiere saber cuál es la respuesta que el obispo de Hipona da a esta pregunta, que debería ser la última, se pueden seguir dos vías: una general y analítica, y otra sintética o por criterios. La primera supone un estudio que llegaría a ser prolongado acerca de la razón por la cual Agustín llama herejía a todas las herejías que combatió o aquellas que solamente ha recordado. La segunda exige la individualización de los criterios que sirven para descubrir en muchos casos, si no en todos, la herejía.

Siguiendo esta segunda vía, que aquí es la única posible y aquella que, entre otras, es la que más se aproxima a la cuestión propuesta sobre el posible contenido del libro jamás escrito, se puede decir que estos criterios se reducen a dos. La doctrina de la Iglesia católica se declara manifiesta:

  1. Cuando está contenida en el símbolo y por lo tanto es objeto de la catequesis.
  2. Cuando proclama solemnemente la autoridad magisterial de la Iglesia ante una controversia que haya podido surgir en torno a la misma Iglesia.

Sobre la base del primer criterio, en el libro De agone Christiano (El combate cristiano), obra de los inicios del episcopado escrita para la gente sencilla, casi un catecismo posbautismal o de perseverancia, aparece un elenco en el que refuta aproximadamente diecinueve herejías contrarias a la enseñanza del símbolo de la fe. Repasando el artículo, repite diecinueve ocasiones la fórmula que rechaza el error: “Nec eos audiamus” (hagamos oídos sordos). Después de cada fórmula vienen las indicaciones y la breve confrontación de la herejía o herejías que se oponían al artículo de fe tomado en consideración. En este caso, el criterio para suponer manifiesta y, por tanto, indiscutible la doctrina de la fe católica es el símbolo; oponerse con obstinación a su enseñanza constituye la herejía. Nadie puede negar la tradición y la importancia de este criterio que se refiere directamente a la catequesis.

Sobre la base del segundo criterio Agustín orienta su conducta hacia los pelagianos. Cuando intervino un concilio, incluso regional, para condenar la doctrina pelagiana, él respondió con claridad y profundidad demostrando que Pelagio y sus secuaces no tocaban cuestiones marginales y por lo tanto discutibles, sino los puntos cardinales de la fe, vaciando el misterio mismo de la cruz; sin embargo, no habló de herejía, al contrario, mantuvo un trato cortes, benévolo, deferente, reconociendo el ingenio de los adversarios, dejando de lado nombres para favorecer un posible acuerdo. Solo después del sínodo palestinense —el cual, según la convicción de san Agustín, que había preguntado y estudiado los hechos, si bien absolvió a Pelagio, condenó el pelagianismo— habló de herejía. En efecto, escribe: no hay ninguna duda de que cuando discutimos contra semejantes sentencias —como aquella condena de Diospoli (se refiere al sínodo regional de palestina, que se denomina también: Concilio de Diospoli)— discutimos en realidad contra una herejía que ha sido condenada (De gestis Pelagii 14,30).

Alguno puede decir que Agustín corre demasiado: no basta la condena de un concilio regional para que una opinión errónea llegue a ser una herejía. Es verdad, no basta; un simple pronunciamiento no hace manifiesta una doctrina de fe, poniéndola fuera de toda duda. Agustín lo sabe. Esto se puede evidenciar en todo cuanto escribe en su obra De baptismo (Tratado sobre el bautismo) acerca de la autoridad de los concilios regionales, que a su vez pueden ser corregidos por los concilios generales (De bapt. 2, 3,4), y sobre el envío de las deliberaciones de dos concilios africanos de Cartago y Milevi a la Sede Apostólica: “De hac causa duo concilia missa sunt ad Sedem Apostolicam” (“a propósito de esta cuestión ya se han enviado a la Sede Apostólica las actas de dos concilios”) (Serm. 131,10). Solo cuando llega la respuesta del papa Inocencio, Agustín dice la última palabra considerando a partir de ese momento cerrada la cuestión, es decir, ha quedado promulgada la enseñanza de la fe, de tal forma que resistirse a tal manifestación se consideraría una herejía. Conocemos todos las célebres palabras: “causa finita est” (“el caso está cerrado”). Estas palabras expresan el ardiente deseo de que concluya de una vez el error (Serm. 131,10). La convicción de san Agustín de que la causa estaba ya cerrada la expresa también una vez en su obra de la polémica contra las dos cartas de los pelagianos; con la respuesta de Inocencio escribió: “dubitatio tota sublata est” (“toda duda ha sido superada”) (Contra duas epp. Pel).

Si en nuestro caso Agustín habló abiertamente de herejía inmediatamente después de la condena del concilio regional de Palestina (el que había sido presidido por el sínodo de Cartago, convocado por el primado de aquella ciudad, Aurelio), se debe, pienso, a que los argumentos teológicos que había profundizado tal sínodo y propuesto contra la doctrina pelagiana le habían parecido tan evidentes que la confirmación promulgada por aquel concilio (Palestina), aunque regional, lo induce a concluir que en la doctrina de Pelagio había herejía.

En todo caso, el principio de recurrir a la autoridad decisiva del magisterio eclesiástico es válido. Agustín lo aplicará muchas veces. Otro ejemplo que llamaré clásico por el profundo significado que contiene es aquel de su postura acerca de la doctrina pelagiana de la impecabilidad, según la cual el hombre puede vivir aquí en la tierra sin algún pecado. El obispo de Hipona la considera falsa, pero no le dedica mayor atención, no insiste: “non nimis curo” (“no estoy muy preocupado”) (De nat. et gr. 42,49), “non multum erratur”5 (“no hay mayor error”) (De sp. et litt. 2,3; Ep. 157, 2,4). No insiste porque le importa defender una doctrina más esencial, aquella referente a la gracia de Cristo, ya que no se puede evitar el pecado sin la gracia del Salvador. Esta, decía, es la gran verdad de la fe que necesita defenderse con tenacidad y fuerza.

Sin embargo, cuando —y aquí está el ejemplo que Agustín nos ofrece— el concilio de Cartago del 418 condene esta afirmación enseñando que en esta vida, sin la ayuda de la gracia, no se puede evitar del todo el pecado, nuestro doctor combatirá la impecabilidad pelagiana no solo como falsa, sino también como herética, es decir, digna de ser rechazada con “espanto” —la expresión es suya— por todos los fieles cristianos; es más, la incluirá explícitamente entre las tres grandes verdades que la Iglesia católica defendía contra los pelagianos (Contra duas epp. Pel. 4, 10,27; Contra duas epp. Pel. 3, 8,24; 4, 7,19; Contra Iul 3, 1,2; De dono persev. 2,4). Se trata nuevamente de la aplicación del mismo criterio: la enseñanza de la fe católica se hace manifiesta cuando es propuesta exclusivamente por la autoridad del magisterio eclesial: resistirse obstinadamente a esta doctrina manifiesta por el magisterio constituye una herejía.

Quisiera concluir proponiendo una pregunta precisa, que resume toda la finalidad de esta investigación: ¿en el libro que Agustín prometió y no escribió habría confirmado, incluso desarrollando una amplia síntesis teológica, los dos criterios indicativos para reconocer la herejía y dar una definición de esta? Creo no ir muy lejos de la verdad, ni pecar de presunción si se responde que sí.

NOTAS

  1. Instituto Patrístico Agustiniano (Roma).
  2. Licenciado en Exégesis Bíblica del Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Especialista en arameo – siriaco. Especialista en Teología Espiritual de la Pontificia Facultad Teológica Teresianum (Roma).
  3. Bastaría recordar un espléndido texto de la ciudad de Dios: “muchas cuestiones de la fe católica, cuando son agitadas por las acaloradas turbulencias de los herejes, para poder defenderse contra ellos, son examinadas con mayor atención, comprendidas más claramente, anunciadas con mayor empeño, de modo que la cuestión agitada por el adversario se transforma en ocasión de aprendizaje: “Discendi exsistit occasio” —“ocasión de aprender”— (De civ. Dei. 16, 2,1).
  4. Cabe aquí también un texto sobre “La verdadera religión”: “la Iglesia se sirve de todos los que cometen errores para su provecho y para la corrección de aquellos que desean despertar del error”, de los gentiles, de los herejes, de los cismáticos, de los judíos (De vera relig. 6,10).
  5. “Sed isti utcumque tolerandi sunt” (“Esos han de ser tolerados de algún modo”).

BIBLIOGRAFÍA