Artículo de Investigación
Vol 3 nº 2
La conexión entre el gusto y la mora1
Mark Hopkins
Traducción de Lucas Céspedes y Luisa Jiménez
Recibido: 01/06/2021 Aprobado: 21/07/2021
Hopkins, M. (2020). La conexión entre el gusto y la moral. [The Connexion Between Taste and Morals]. (Céspedes, L. y Jiménez, L. Trad.) Humanitas Hodie. 3(2). H32a6. (Trabajo original publicado en 1841). https://doi.org/10.28970/hh.2020.2.a6
1 El texto fuente fue obtenido del proyecto Gutenberg
Nota introductoria: La siguiente traducción corresponde a la primera conferencia
de Mark Hopkins (1802–1887), teólogo y educador estadounidense, sobre la conexión entre el gusto y
la moral publicado en 1841. Hopkins fue profesor en filosofía
moral y retórica en el Williams College, donde más tarde fue presidente. Al ser
cristiano congregacionalista, tuvo entre sus intereses las misiones cristianas y desde
1857 hasta su muerte en 1887 fue presidente de La Junta Americana de Comisionados para las Misiones
Extranjeras. Fue autor de Evidences of Christianity (1844),
un libro de texto favorito por los cristianos de su época, así como de Lectures on
Moral Science (1862), The Law of Love and Love as a Law (1869), An Outline Study
of Man (1873), The Scriptural Idea of Man (1883) y Teachings and Counsels (1884).
En una época en la que la unificación ideológica y religiosa era la manera de evitar
cualquier conflicto moral, el trabajo de Hopkins fue de gran importancia. Traducir
este texto es relevante porque posibilita el contraste de argumentos de la época y su
espíritu, que señalen conexiones entre la moral y el arte, con posiciones actuales.
El texto original se encuentra en la página Gutenberg.org
Primera conferencia
¿Es la prevalencia del gusto cultivado favorable para la moral? ¿Existe alguna conexión, así sea
en los individuos o en las comunidades, entre un buen gusto y una
buena moral?
Cuando empecé a reflexionar sobre este asunto, el cual es discutido públicamente, le hice las
preguntas de arriba a tres hombres educados, que conocía por
casualidad. El primero dijo que no lo había pensado, pero que, a primera vista, no
creía que existiera alguna conexión; el segundo dijo que desearía verlo demostrado
antes de creerlo y el tercero dijo que pensaba que sí existía tal conexión. Esta diferencia de
opinión entre hombres educados me llevó a pensar que una investigación
en el tema podría ser un asunto de interés y tal vez de provecho. Como todo, en
este país, depende de una sólida moralidad en la comunidad, cualquier cosa que le
concierne merece nuestro más meticuloso escrutinio.
Para discutir este asunto de manera clara, debemos saber de qué estamos hablando de manera
precisa. ¿Qué es, entonces, el gusto? Este término a veces es
usado para expresar mero deseo, como gustar de un vestido o de los placeres bajos.
Difícilmente sea necesario decir que ese no es el significado que ahora se le asigna.
El gusto es definido por Alison como “la facultad de la mente humana por la cual
percibimos y disfrutamos cualquier cosa que sea hermosa o sublime dentro de las
obras de la naturaleza o del arte”. De acuerdo con esta definición, la cual es suficientemente
correcta para nuestro propósito actual, es evidente que hay, primero,
una percepción de ciertas cualidades en los objetos externos y, entonces, de acuerdo
con la naturaleza del objeto, una emoción de belleza o de la sublimidad en la mente.
Estas emociones son, por supuesto, incapaces de ser definidas excepto al describir
las ocasiones en las que surgen, y solo podemos conocerlas al sentirlas. Hablar de
una emoción a aquellos que no la han sentido, es igual que hablarle de colores a un
ciego. Y aquí señalaré, que estos términos, belleza y sublimidad, tienen en común
con aquellas sensaciones que denotan una ambigüedad que frecuentemente ha
producido confusiones. Así como el término calor es usado para denotar, primero,
la sensación que sentimos al aproximarnos al fuego y, segundo, la cualidad del fuego
que produce esa sensación, de la misma manera, belleza y sublimidad son a veces
usadas para expresar las emociones de la mente y, a veces, aquellas cualidades en
los objetos externos que están figurados a producirlas, a pesar de que no haya, por
supuesto, en el objeto externo, ninguna emoción, ni alguna cosa semejante.
Si esta explicación del gusto es correcta, será evidente que no puede, con ninguna propiedad,
ser comparada, como frecuentemente ha sido, con una sensación
del cuerpo. La impresión ante una sensación corporal necesariamente sigue la presencia del
objeto y es uniforme para toda la humanidad. Un árbol vestido en follaje
fresco es necesariamente visto, y es visto como verde por todos los que posen su
mirada en él. Puede pasar que un individuo que vea el mismo árbol diga que es
bello, y que otro, de alguna asociación específica, piense lo opuesto, y un tercero,
sin importar lo bello que sea el árbol en sí mismo, lo vea sin sentir ninguna emoción
en lo absoluto. Entonces, es un gran error suponer, como muchos hacen, que esas cualidades en
los objetos que despiertan las emociones del gusto actúan directa y
necesariamente en nosotros, como aquellas que afectan los sentidos.
Una segunda inquietud preliminar es ¿cuáles son las causas que producen estas
emociones? Y aquí apenas recalco, sin investigar ningún principio común por el que
se produzcan resultados similares, que estas causas difieren abiertamente una de
la otra. Las emociones pueden ser despertadas por objetos naturales, por el sonido,
por los productos de la imaginación, por las combinaciones del intelecto y por ciertas
manifestaciones de las afecciones y del carácter moral.
Una tercera inquietud es ¿cómo puede el gusto ser cultivado? Esto obviamente
puede hacerse si se cumplen dos condiciones. La primera es que nos pongamos a
nosotros mismos en situaciones adaptadas para producir las emociones del gusto
y la segunda es que preservemos un estado mental que permita a estas emociones
florecer. Esta última, un estado apropiado de la mente, aunque es frecuentemente
menos considerada, es tan importante como la primera. “Es”, dice el poeta,
El alma que ve; los ojos exteriores
Presenta el objeto, pero la mente lo examina,
Y entonces el regocijo, el disgusto o la fría indiferencia despiertan.
A aquella persona, cuya mente está sumida por preocupaciones o perturbada por una
pasión, los objetos más hermosos no le generan ninguna impresión. Para percibirlos
y disfrutarlos, la mente debe estar calmada. Al igual que lo bello y lo sublime de la
naturaleza, como las estrellas, son ocultadas por una tormenta; pero, cuando los cielos
están serenos, salen, una tras otra, para el ojo que las esté esperando con la mirada,
hasta que el firmamento brille con su luz. Esta persona, entonces, y solo esta, quien,
en un estado apropiado de la mente, esté en la presencia de objetos bellos y sublimes,
y compare los efectos producidos bajo diferentes circunstancias, mejorará su gusto,
en cuanto a su susceptibilidad a la emoción y a su poder de discriminación.
La pregunta es, entonces —la cual ahora estamos preparados para discutir—,
si aquella cultivación y mejoramiento del gusto tiene un efecto favorable frente al
carácter moral.
Primero, infiero que tiene tal efecto debido a que encontramos en las emociones
del gusto, al menos, una fuente inocente de felicidad en nuestras horas ociosas y la
mente que es inocentemente feliz es menos accesible para la tentación. La indolencia, mera
futilidad, todos sabemos que es la entrada al vicio, y que las grandes
amenazas para la juventud provienen de las horas ociosas, del deseo de algún medio
de euforia mental inocente, en la que pueden ser inducidos para pasar esas horas.
Fue dicho por Franklin que el ocio es un tiempo en el que se hace algo útil, pero no
todos son Fránklines. Si el tiempo de ocio es usado de forma útil, como sucede en muchas
ocasiones, es de mejor provecho; y aquella persona que provea para nuestra
juventud los medios y los estímulos para pasar ese tiempo de ocio inocentemente,
será de beneficio para las personas. En nuestras ciudades, donde las tentaciones a
meras gratificaciones sensuales son numerosas y obstrusivas, y donde los objetos
naturales están excluidos, este es un punto muy importante y de gran dificultad.
Hasta recientemente, muy poco de este asunto se ha intentado, a menos que los
teatros puedan tomarse como un intento. Incluso así, nuestros teatros están fuera
de la cuestión, pues la señorita Martineau afirma que
los americanos tienen muy mal gusto por el drama; y el espíritu puritano aún se enfrenta en tal
feroz oposición al escenario y prohíbe que
la esperanza de que este gran medio de ejercicio intelectual alguna
vez sea hecho un instrumento de la buena moral para la sociedad
aquí, o que pueda serlo.
Dice ella, además, pues nuestro caso es tan desesperanzador, que “aquellos que respetan el
entretenimiento dramático con más fervor, más ansían que los teatros americanos sean cerrados”.
Los teatros ciertamente están fuera de discusión, y confío
en que pasará mucho tiempo antes de que hagamos algún progreso hacia el pasado,
hacia aquel estado de la moral que es producido por las pautas del teatro inglés.
Es desde la perspectiva que toma ahora en consideración al deseo, que se establecen asociaciones
para propósitos literarios que procuran lecturas populares abiertas al
público. Esta no es solamente una característica nueva, sino de lo más prometedora
en la historia de nuestras ciudades. El humano necesita y debe tener emoción y euforia mental, y
nuestro Creador, si tan solo quisiéramos verlo, sabríamos que no ha
estado desatento a este deseo de nuestro diseño. No, para proporcionarlo, tenemos
los placeres del diálogo social y racional, el juego de las afecciones, los deberes de la
bondad y la benevolencia: si un hombre se encuentra deprimido, déjenlo hacer una
buena acción. Y, por último, pero no por eso menos importante, las satisfacciones
del gusto: todo el placer que se deriva de la concordancia de los sonidos dulces, de
los encantos de la literatura, de las formas y de los colores y de las formaciones de la
naturaleza, de sus amaneceres y de sus atardeceres, de sus paisajes de montaña y de
valle y de lago y de río, de las estrellas que dan vueltas en sus cursos, y de las flores
que se saludan al lado del camino. Estas son las fuentes de euforia mental que Dios
ha proveído, y son, para los estimulantes artificiales de las obras de teatro y de los
juegos de azar, como el agua fría que se bebía en el Edén es al brandy y a la ginebra.
Que no me aventure aquí a decirle a la juventud, “¡cuidado con cómo gastas tus horas
libres! ¡Tu carácter y destino en la vida probablemente dependerán de ellas!”. De entre
las maneras, como ya he dicho, de gastar estas horas por lo menos inocentemente, las
gratificaciones del gusto son conspicuas. Parecen, por este mismo propósito, que
son distintas en cuanto figuran en este mundo; y, en tanto seducen la mente de las
gratificaciones bajas de los sentidos, deben ser favorables para la moral.
Las observaciones ahora hechas consideran al gusto principalmente como guarda contra el mal;
pero no puedo descartar este encabezado sin notar más profundamente su influencia positiva, como
una fuente de disfrute inocente, frente a
la moral. Un buen gusto —y no me presento como alguien que pueda responder
por sus perversiones— involucra una susceptibilidad lista por las emociones de la
belleza y de lo sublime y, por supuesto, lista para recibir placer de las apariciones
comunes de la naturaleza y de cada expresión libre y natural de las gratas sensaciones. Es, a
mis ojos, de primera importancia para el carácter y para la felicidad, que
la juventud cultive un gusto por esos simples y naturales placeres, fuentes que están
disponibles para todos. Esto es importante para la felicidad, pues ¡cuánta felicidad
la joven florista asegura, cuando puede ver una violeta común mientras florece su
ojo y emerge desde la nieve a inicios de la primavera, con tanto mismo placer como
cuando se está en frente de la opción exótica a la que es acudida y exclusivamente
admirada por aquellos que desafortunadamente han sido enseñados que es vulgar
admirar lo que es común! ¡Cuánta felicidad asegura quien es tocado por una acción
bella dondequiera que la vea, quien aprecia la simpatía donde sea que la encuentre
y como sea expresada! Una mente rectamente constituida en este sentido bebe
con satisfacción de los objetos y de las ocurrencias de la vida diaria, como el ojo lo
hace con la luz. Esto es además esencial para el carácter; ¡cuántos jóvenes entran
a la vida con un falso estimado de las ventajas que la riqueza y la moda pueden
proveer, ellos encuentran su felicidad, no en la contemplación y en la búsqueda
de los objetos apropiados, sino en lo que los otros piensen de ellos y, para ellos, el
mundo se vuelve insípido a menos que ellos se hagan una figura en este!, que ahora
la desgracia venga sobre aquellas personas y que el mundo les falle. Su mundo se
ha acabado, no tienen ningún recurso, se vuelven, generalmente, deshonestos, a
veces ineficientes, sombríos y cometen suicidio. Estas personas consideran las bendiciones
comunes y verdaderas que Dios ha dado como objetos vacíos a menos que
posean esos placeres artificiales y egoístas que surgen de la sociedad convencional.
No ven los ornamentos espléndidos ni las provisiones ricas que, para ser adoptados
—con un poco de adecuación al lenguaje bello del otro— son reunidas alrededor
de la tierra para ellos: “su océano de aire arriba, su océano de agua abajo, sus luces
zodiacales, su tienda de nubes goteantes, sus abrigos rayados de climas, su año en
cuatro partes”. No es nada para ellos si no tienen a nadie sirviéndoles y que
todas las partes de la naturaleza incesantemente trabajen hacia cada
una de sus manos para su provecho, que el viento coseche la semilla, el sol evapore el mar, el
viento sople el vapor hacia el campo, el hielo
al otro lado del planeta condense la lluvia en este y entonces que las
circulaciones infinitas de la caridad divina nutran al hombre. (Emerson, 1836)
Qué cambio cuando aquella persona es devuelta a un goce verdadero de los simples placeres de la
naturaleza! Hasta la enfermedad, que lo priva por un tiempo de
lo que ha despreciado, si esta lo lleva de vuelta a la naturaleza, es una bendición; y
entonces el resultado podrá ser afirmado en palabras de Gray:
Mira al miserable que se ha lanzado hace mucho
en la cama espinada del dolor
por fin ha recuperado su perdido vigor
y respira y camina de nuevo
Entonces,
La más sencilla y pequeña flor del valle,
la más simple nota que empodera al estallido
el sol, el aire, los cielos de siempre
¡A él le abren el paraíso!
Así, aunque puede que ese título que la ley da no sea realmente de esa persona, aún
siente que el universo es suyo para aquellos propósitos más nobles para el que fue
pensado al actuar en el espíritu:
Suyas son las montañas y los valles
y los ríos resplandecientes
Y él mira atrás a su pasado descontento como la petulancia de un niño. Los simples
objetos bellos y las alegres voces de la naturaleza lo han hecho un hombre de nuevo.
Pero una vez más, infiero que hay una conexión entre el buen gusto y una buena
moral, porque hay una analogía entre esas cualidades en cuestión que provocan las
emociones del gusto, y esas relaciones de las que la moral depende. Es tanto este
el caso, que algunos filósofos encontraron la moral sobre la teoría de lo bello, considerándolo
una sublime armonía. En todos los objetos bellos en la naturaleza, o en
el arte, hay un orden, una propiedad, una conveniencia, una proporción; y la impresión que estos
objetos causan en nosotros es tan análoga a esa que se produce por
una conducta virtuosa, que usamos los mismos términos para expresar ambas. Para mí, ciertamente,
pareciera que la belleza en cuestión es a la belleza moral lo que el
instinto es a la razón o lo que la luz de la luna es al sol; contiene algunos de los mismos
elementos, pero está desposeído de los más altos. Entonces, como deberíamos
esperar naturalmente, la moral proporciona esa región en la provincia del gusto en
la que ella recoge esas flores que están llenas de belleza y del perfume más dulce.
¿Puede ser algo tan bello,
En todos los escarchados paisajes de la primavera,
En el brillante ojo de la estrella de la mañana, o en la madrugada,
En las formas más bellas de la naturaleza, puede ser algo tan bello
Como una amistad virtuosa?
Pero observo una vez más que, así como existe la analogía ya señalada entre sus
causas, también hay una afinidad entre las emociones mismas del gusto y de la
sensación de una moral correcta y que la transición de la una a la otra es obvia.
Este punto requiere ilustrarse. Que nuestras emociones están asociadas en grupos, es
prácticamente conocido para todo el mundo. Hasta un niño no le pide a
su padre seis peniques cuando sabe que está enojado, porque sabe que la transición de enojo a
generosidad no es fácil. El profundo desamparo no puede pasar
súbitamente a la felicidad. Debe ser una transición gradual, primero a una tierna
melancolía, luego a estar contento y después al júbilo. “El vestido de la tristeza,”
como lo expresa Coleridge, “debe quitarse gradualmente, y lo que se ponga en
vez debe ser puesto con facilidad gradualmente también y sentirse tan parecido
al anterior que el que sufre sienta el cambio solo al descansar”. Es al entender
bien estas afinidades de los sentimientos que el orador puede continuar para
controlarlos cuando sobrepasen su alcance. La necesidad de un adecuado estado
de la mente para que las emociones del gusto surjan, ya ha sido notada, y lo que
ahora observo es que un estado de una sensación de correcta moral es más favorable para estas
emociones que cualquier otro. Hay entre ellos tal afinidad que
prontamente se asocian el uno con el otro; mientras que entre las emociones del
gusto y un estado vicioso de la mente no existe tal afinidad, sino que son en gran
medida incompatibles.
El mundo externo frecuentemente nos trae de vuelta la imagen de nuestros
propios pensamientos y, por esto, pareciera casi tan variable como las tenues formas
del crepúsculo al que la imaginación les da su propia forma. Esta tendencia de la
mente de proyectar su propio tinte sobre la naturaleza o, más bien, de recibir diferentes
emociones de objetos externos, está bien ilustrada por Crabbe en su cuento
titulado “La travesía del amante”. En este cuento, Orlando, el amante, empieza una
plácida mañana con la expectativa de encontrar al objeto de su afección en una villa donde había
quedado en encontrarse con ella. En esta primera parte de su travesía
se extiende un brezal lleno de tojo. Pero escúchenlo:
Los hombres podrán decir
que un brazal es inhóspito; pero nada es tan alegre;
y para llamar a tan inhóspita o árida escena encantadora
una mente poseída por la preocupación o la furia discute consigo
misma.
Y entonces él prosiguió, admirando el frondoso ajenjo y la vigorosa zarza, hasta
que alcanzó la villa y así vino la desilusión. La dama había ido a una aldea algunas
millas más adelante, bajo circunstancias que no comprendía, y lo dejó con la duda
del afecto de ella. Hasta dudó si debía seguir, pero finalmente determinó ir a verla
y reprocharle. Ahora, escúchenlo de nuevo, mientras pasa junto a un hermoso río:
Odio estas escenas, lloró Orlando con ira;
y estos orgullosos granjeros, sí, odio su orgullo;
mira a ese delgado compañero, como anda,
tan fuerte como un buey, y tan ignorante como fuerte.
Estos profundos y abultados prados los detesto; perturba
a mi espíritu ver al buey que pasta;
engordado para el matadero; así como la sonrisa de una dama
alegra al hombre, y esto significa su muerte en ese momento.
Y si la mera desilusión, sin estar consciente de la culpa y del remordimiento, pudiera producir
esos efectos, ¿qué podemos esperar cuando la mente no esté en paz
consigo misma? Las tendencias se muestran en los casos extremos, y es perfectamente consistente
con la naturaleza de las cosas que Milton hace a Satán exclamar,
al ver al Edén en su inocencia y belleza unidas,
¡Oh maldición! ¡Qué admiran mis ojos con congoja!
¿Quién puede imaginar a un avaro, y ni hablemos de un ladrón o de un borracho,
alzando los ojos de su fortuna escondida y disfrutando de la escena enfrente suyo,
sin importar cuán hermosa sea? Mientras que aquella persona que lleve a cabo
un acto de caridad al final de su caminata encontrará a la naturaleza vistiendo un
atuendo mucho más rico al volver. La mente consciente de la rectitud está en paz
consigo misma y es, en ese estado de calma, que se le permite disfrutar de cualquier
cosa que le sea placentera.
Pero no solo, como en los casos ahora mencionados, es un estado de sensación
de correcta moral favorable para el gusto, sino también la emoción del gusto, la cual
tiende a introducir ideas morales y emociones. Es, como lo concibo, principalmente por este
hecho que la naturaleza tiene la tendencia de llevar la mente “hacia la
naturaleza de Dios”; pues todos debemos ser conscientes de que cuando vemos a
la naturaleza como bella o sublime, esta tendencia es la más fuerte. Nadie puede
estar en frente del Niágara o de las Montañas Blancas sin sentir esto. Por esto, las
arboledas y las altas colinas fueron los primeros lugares de adoración; es por esto
que los sacrificios en la India al Gran Espíritu son cuando él pasa a través de los
rápidos salvajes. Y cuando asociamos los objetos bellos de la naturaleza con la sabiduría y la
bondad de Dios, así también, en muchos casos, instintivamente inferimos
de las manifestaciones del gusto en el humano algo de su carácter moral. Quien,
por ejemplo, viajando a través de un bosque solitario llegara a una de las tantas
casas agradables de madera que hubiera en ese bosque, y si esta casa tuviera una
madreselva fijada en la puerta y su interior fuera muy ordenado y limpio, ¿no esperaría esta
persona pasar la velada sin ningún malestar o, en sus palabras, tratado con
cortesía y amabilidad? Mientras que, si todo en la casa tuviera una apariencia sucia
y deteriorada, y si los únicos signos de gusto fueran aquellos que indicaran un gusto
por el ron, esta persona bien podría más bien apresurar su paso, pues hasta tendría
miedo de que le roben. Nadie esperaría encontrar indicios de gusto en la vivienda
de un borracho, ni en cualquiera que esté abandonada a cualquier vicio bajo. Apelo
a cualquiera que me escuche que, al entrar a alguna vivienda pobre, aunque haya
sentido que hubiera indicación alguna de un buen carácter moral y fomento de la
caridad, encontrara, sin embargo, que sobrevivía, en medio de la pobreza, una susceptibilidad a
las emociones y un respeto por los requisitos del gusto.
Acabo de observar que hay una afinidad entre la sensación de correcta moral y
las emociones del gusto. Ahora observo que los más grandes placeres del gusto no
pueden ser disfrutados sin una correcta perspectiva sobre los grandes asuntos de la
moral y, especialmente, sobre el ser y los atributos de Dios. Sin importar las cosas
que pueden ser dichas sobre el poder de los objetos materiales, en sí mismos, para
producir las emociones del gusto, es evidente que su poder principal depende de
las concepciones de la mente que aquellos entienden como signos. Un simple caso
ilustra esto. La mayoría de nosotros probablemente ha sentido la emoción de lo sublime al
escuchar lo que suponíamos que era un relámpago a la distancia, pero esta
desaparece, y tal vez esto parezca ridículo, en el momento en que nos cercioramos
de que el sonido ha sido producido por el estruendo de un transporte. En este caso,
es obvio que nuestra emoción dependió no del sonido mismo, sino de la concepción
de la mente que fue despertada por ello. Ahora es este preeminentemente el caso
en las obras de la naturaleza. ¡Qué tan diferentes debieron haber sido las emociones despertadas
por la vista del firmamento de la tarde en la mente de la persona que
debió haber supuesto que las estrellas eran meros puntos de luz puestos a no gran
distancia arriba de ella y moviéndose alrededor de la tierra solamente para la conveniencia del
hombre! ¡Estas despertaron también en la mente de aquella persona
para quien esos puntos de luz indicaban la existencia de un espacio infinito, y de los
soles, y de los mundos, y de los sistemas sin número, y a distancias que causan el
ala de la más viva imaginación desfallecer! Cuán diferentes son las emociones ahora
producidas por el cometa, cuando retorna en su periodo pronosticado, de aquellos
emocionados al disparar
La gigante distancia de Ofiuco
en el cielo ártico, y, desde su horrible cabello,
se suponía que quebrantaría ‘la pestilencia y la guerra’” como, entonces, aquella
persona que no puede percibir las estrellas más allá de lo que los sentidos le proporcionan,
debe entonces perder el placer más grande, el cual adapta los objetos
del gusto para dar. Entonces, aquella persona que entiende la estructura física del
universo, y que aún no ve en él ni detrás de él, una infinita y benéfica Inteligencia,
no puede haber conectado con su vista esas concepciones que despiertan las emociones más grandes
de belleza y de sublimidad.
Las conexiones del hombre con la naturaleza son mucho menos íntimas que
aquellas con Dios y, aun así, nuestras emociones viendo la naturaleza son significativamente
modificadas por la perspectiva que tenemos de Su dignidad y carácter moral. Fue cuando Hamlet
supuso que había gran corrupción y una voluntad
general de principios en la sociedad, que “este buen cuerpo, la tierra” parecía a él
no más que “un promontorio estéril”; “esta hermosa bóveda, el cielo, mira tú, este
valiente firmamento rebosante” para él parecía no más que “una pestilente y sucia
mezcolanza de vapores”. Fue cuando sus habitantes fueron oprimidos y degradados
que la belleza natural, que es aún tan brillante como nunca lo ha sido en las costas
de Grecia, parecía para el poeta no más que
La belleza en la muerte
que parte no realmente con suspiro de despedida,
sino con la belleza con ese temeroso brote de flores,
que pigmenta lo que lo atormenta a la tumba,
tan fríamente dulce, tan mortalmente bello,
comenzamos, pues la vida está deseosa allí.
(…)
Fue Grecia, pero no vive más
Todos debemos haber sentido esa sombra de tristeza conjurada sobre la cara de la
naturaleza cuando pensamos sobre las pasiones y las guerras y la lujuria y la rapiña
del hombre, en conexión con sus silenciosas escenas. Por otro lado, si fuera el estado moral del
mundo en lo que confiamos que devenga algún día, como fue la pureza
universal y la bondad y el reino del amor, ¿el sol no parecería brillar con un resplandor más
bondadoso? ¿En vez de la espina, no estaría el abeto? ¿No cantarían las
montañas y las colinas, y todos los árboles del campo no aplaudirían con sus manos?
Y si las emociones del gusto son entonces modificadas por nuestras perspectivas
sobre el hombre, ¡cuánto más lo son con respecto a Dios! ¡Cuánto debe un vacuo
ateísmo condenar a los cielos en penitencia y cubrir la tierra con un paño mortuorio y
transformar las promesas mudas de la naturaleza en una burla, y hacer de su
grandeza un gran mortuorio de la muerte, sin la esperanza de la resurrección! Por
otro lado, ¡cuánto debe la belleza y la sublimidad de la naturaleza y del universo ser
elevada en el momento en que la percibimos en su conexión con Dios! Nada es más
común que escuchar a aquellos, quienes emergen de un ateísmo pragmático en que
la mayoría de los humanos viven, hablar de las nuevas percepciones sobre la belleza
y la sublimidad con la que miran las obras de la naturaleza;
En ese momento bendito, la Naturaleza, tendiendo lejos
su velo opaco, oculta, con una sonrisa,
al autor de sus bellezas, quien, retirado
detrás de su propia creación trabaja sin ser visto
por lo impuro, y escucha su poder ser negado.
Todas nuestras investigaciones sobre la naturaleza nos muestran que el hombre no
tiene facultades para las que no existen los objetos correspondientes y adecuados.
Así como él es tan infinito en su razón, los trabajos de Dios no terminan por las operaciones de
esa razón. Ningún Alejandro intelectual se sentó y lloró porque quería
más mundos para conquistar. Tan vasta como es su imaginación, las revelaciones
de la astronomía, como hechos concretos, van más allá que cualquier cosa que la
imaginación haya concebido. ¿Y es tan así que, solo en la región del gusto, las facultades del
hombre no tienen un objeto adecuado? Pero es solo cuando la naturaleza,
como la Biblia, es vista llena de Dios, que es vestida con su propia y verdadera
sublimidad. Es solo cuando “los cielos declaren la gloria de Dios y el firmamento
muestre las obras de sus manos”, que corresponderán a las concepciones más altas del gusto o del
intelecto. El hombre descansa solo en el Infinito, y el universo
sin Dios no está en armonía con su constitución, incluso cuando el hombre está
dotado solamente con gusto. Pero si nuestras perspectivas en los asuntos morales
subsecuentemente modifican las emociones del gusto, no puede dudarse que esas emociones
reaccionan frente a nuestras perspectivas morales, tendiendo a elevarlas
y purificarlas.
Observo otra vez que las emociones del gusto son favorables para la moral, pues
son desinteresadas. Cuando la admiración se vuelve intensa, los hombres se olvidan a
sí mismos y, proporcionalmente a ese disfrute, se preparan para un regocijo más alto
que una práctica desinteresada del deber conlleva. Siempre que vemos excelencia
en el otro, estamos destinados a admirarlo sin referencia a una secta o a un grupo; y
la admiración, entonces ganada, casi siempre está conectada con un carácter de alta
moral. La belleza que realmente puede olvidarse a sí misma en su admiración al otro
merece admiración por cualidades mucho más altas y nobles que sí misma.
Solo observo además que un gusto cultivado es favorable para la moral, porque
el cultivo de una de nuestras cualidades tiene una tendencia a fortalecer al resto.
Esto, lo sé, es discutido, y hasta se supone que la unión de ciertas cualidades en
cualquier alto grado es imposible. Entonces, a veces se supone que una memoria
destacable y un juicio sensato no van juntos; y debe ser confesado que la memoria
puede estar tan cultivada que no fortalezca al juicio. Pero cuando hablo de cultivar
una facultad, quiero decir cultivarla en los principios correctos y con referencia al
fin para el cual fue dado. Aquellos que recuerdan los eventos como aislados, o solo
de la manera en que estén entrelazados por las relaciones del tiempo y del espacio, y
quienes no ven ni los recuerdan por las relaciones de causa y efecto, medios y fines,
premisas y conclusiones, por tal ejercicio de la memoria, no fortalecen al juicio;
aunque ellos ciertamente muestran que tiene una gran necesidad de ser fortalecido.
¿Qué posible uso puede tener, para formar un juicio correcto en cualquier asunto,
el que una buena mujer recuerde la edad precisa de todos los niños del barrio?
Son estas crónicas caminantes, estos almanaques vivos, los que registran el clima
de tiempos pasados, y hasta de tiempos futuros, quienes son aplaudidos por tener
grandes memorias y un juicio corto. Pero aquel tipo de memoria, para los principios
cultivados y correctos, es solo lo que un salón lleno de minerales y aves y pescados
y basura e insectos, promiscuamente juntos, es para un museo bien mantenido.
¿Quién no sabe que la experiencia es lo mejor para aclarar el juicio? Y ¿dónde la
experiencia guarda sus archivos sino en la memoria? Es obvio que aquella persona
que tiene la mejor memoria de los eventos pasados, en cuanto a sus conexiones
verdaderas, tendrá el mejor material posible para formar un juicio sobre el futuro.
La misma oposición generalmente se supone que existe entre la imaginación y el
juicio. Pero ocasionalmente ocurre que un individuo, como Edmund Burke, une la
más hermosa imaginación con el más sensato juicio; y entonces se observa que las
analogías que la imaginación sugiere producen impresiones clave para el juicio en
vez de engaños. Sé que la imaginación, clavando sus raíces en la cuna de la lectura
de novelas, puede exceder al juicio, pero, sensatamente cultivado, sostengo que no es
desfavorable para el juicio. Y si, en estos casos, un cultivo sensato de una
cualidad tiende a fortalecer a la otra, mucho más el fomento del gusto tendrá una
tendencia favorable para la naturaleza moral, ya que estas facultades de la mente
nunca han estado realmente en oposición, sino, como hemos visto, están estrechamente aliadas la
una a la otra.
Pero todo este tiempo probablemente ha sido objetado que, sin importar qué
tan plausible sea el razonamiento en este asunto, es sin embargo contrario a la experiencia. Si
fuera cierto, tal vez sería dicho, como observó Euler sobre una demostrada propiedad del arco,
“esto contradice toda experiencia, pero es, sin embargo,
verdadero”: es así en la naturaleza de las cosas, pero los materiales son reacios. Pero
veamos qué tanto contradice la experiencia o, más bien, en qué tanto es entonces
contraria, si no podemos explicarlo satisfactoriamente.
Para llegar a esto, debemos hacer, como me parece, tres distinciones importantes. Y primero,
debemos distinguir entre el gusto considerado como una cualidad del
juicio, y como una susceptibilidad a la emoción. Esta distinción es frecuentemente
ignorada. Mr. Blair, por ejemplo, define al gusto como “la cualidad de sentir placer o
dolor al presenciar las bellezas o deformidades de la naturaleza y del arte”, en la que,
la apreciación es tenida solo en la susceptibilidad. Pero luego, cuando se contrasta el
gusto con la genialidad, él dice: “el gusto es la capacidad de juzgar, la genialidad es el
poder de ejecutar”; en aquel la susceptibilidad a la emoción es dejada de lado. ¿Puedo
hacer obvia esta distinción? Cuando una persona sin práctica ve por primera vez una
gran pintura histórica, o lee un bello poema, esta persona se rinde a la emoción, es
absorbida, pierde la noción del tiempo, olvida dónde está y no sabe ni le importa por
qué está complacida. El ojo bebe de la belleza como el hombre sediento lo hace del
agua fría y refresca su alma. Aquella persona que ve una pintura, o lee un poema,
una y otra vez, al final se sienta junto a un amigo para hablar de aquello que le ha
agradado. En ese momento, esta persona quiere encontrar las razones por las que está
satisfecha y reflexiona sobre cuáles eran esas cualidades que produjeron el efecto.
Aquí está el rudimento de la crítica filosófica, y tal vez continúe investigando, hasta
que descubra esos principios generales del gusto de acuerdo con lo que la obra ha
sido realizada. Sin embargo, mientras su mente esté ocupada analizando, esta persona
no siente ninguna emoción de belleza o sublimidad. Pero como esta es una especie
atractiva de la lógica, podrá continuar hasta que una obra de arte le brinde placer solo
por su conformidad a ciertos principios, verdaderos o falsos, que esta persona puede
ya haber establecido para sí misma, hasta que se vuelva un crítico indiferente o tal
vez reseñe de oficio. Aquella persona puede volverse un simple cajero en el banco del
gusto, para pronunciarse sobre lo que es genuino y entregárselo a otros para que sea
usado y disfrutado. Ahora, la persona que escribe una reseña aguda sobre una obra
brillante y nos cuenta por qué la disfrutamos o deberíamos disfrutarla, se supone que es una
persona de buen gusto; y la escritura de la reseña es considerada como
un ejercicio del gusto. Esto es cierto del gusto considerado como una capacidad del
juicio, pero no como una capacidad de sentir. Si así fuera, la masa de personas estaría
en una lamentable condición. Que los no iniciados deban esperar a satisfacerse con la
belleza que ellos ven hasta que sus principios sean analizados y ellos les digan cuándo
y por qué deberían estar satisfechos, no fue más pretendido por Dios que el que ellos
deban esperar a ser animados y acogidos por los rayos del sol, hasta que puedan ver a
la luz descompuesta en los siete colores de la imagen prismática. Pero es al atesorar
y mantener vivas estas emociones universales, las cuales le pertenecen a la raza y encuentran
emoción en todo lugar, que supongo que hay un efecto saludable producido
en el carácter moral. El poder de una crítica filosófica genuina, el poder de ir atrás, si
lo puedo expresar de esta manera, hasta el taller de la naturaleza, y viendo cómo ella
mezcla sus colores, es un raro, valorado y dignificado poder; pero es aún un ejercicio
del intelecto, y no soy consciente de que tiene algún efecto particular favorable sobre
el carácter moral. Ciertamente, cuando la literatura y las bellas artes se vuelven parte
de la moda y el tema de conversación, hay un gran número de críticas de este tipo,
que caen en la imitación y la vanidad, y las cuales no pueden tener ningún efecto en
la moral excepto cuando suplen el lugar del escándalo. Tiene lugar, entonces, en una
comunidad egoísta y vana, que lee obras brillantes y observa pinturas, el admirarlas
y disfrutarlas, pero no el que ellos mismos hablen sobre ellas y las admiren, y que
cualquier efecto bueno sobre el carácter moral sea esperado de la prevalencia de lo
que disfrutan llamar parte del buen gusto. El qué tanto viene este a ser el caso en
comunidades en las que el gusto es tomado como algo prevalente y cuyas morales son
corruptas, lo dejo a otros para juzgar.
La segunda distinción que marcaría es aquella entre el cultivo del gusto por las
bellas artes y por los objetos de la naturaleza. Esta la considero una distinción de
mucha importancia en este asunto; y propongo dar algunas razones por las que el
cultivo de las bellas artes, como la pintura, la escultura, la arquitectura y la poesía,
comparado con el gusto por los objetos de la naturaleza, tiene una tendencia
menor a mejorar el carácter. Siento que debo hacer esto, pues es bien sabido que
ciertas naciones, como los espartanos y los antiguos romanos, consideraban al gusto
por las bellas artes como una inclinación hacia una moral corrupta; y algunos de
los más severos moralistas de los tiempos modernos, especialmente los moralistas
religiosos, han objetado frente a esto con las mismas razones. Debe ser también
concedido que aquellas naciones, como las de los griegos y de los italianos, entre las
cuales estas artes han florecido más, han sido extremadamente corruptas, y que esa
corrupción ha coexistido con un estado avanzado del arte en cuestión.
Y primero, afirmo, que un gusto por las bellas artes no puede ser general en una
comunidad de cualquier magnitud considerable. Aunque supongamos que tal gusto, cuando es
formado, tiene una tendencia a mejorar la moral, ¡cuán pocos, en un
país como el nuestro, tienen la oportunidad de formarlo! Los productos de las artes
son encontrados, en su mayor parte, solo en las ciudades; y, entre los que habitan
las ciudades, solo aquellos que tienen tiempo libre y riquezas, son afectados por
ellos. También debería ser observado que, dado que estas artes no se perfeccionan
en las etapas tempranas de una sociedad, no pueden producir sus efectos hasta
que la riqueza y el lujo han tenido un tiempo para producir una corrupción general.
Pero observo una vez más que, así como la capacidad de ejecutar o de juzgar
en estas artes está restringida relativamente a pocos, esta se vuelve un símbolo
de distinción y una razón para ostentar, y entonces se crea la apariencia de tener
más gusto del que realmente hay. El artista se encuentra a sí mismo como un candidato para la
fama y la fortuna a través de su habilidad, y entonces sus pasiones
son despertadas y sus intereses son involucrados. Si es exitoso, es alabado, tal vez
hasta deificado; si fracasa, se vuelve irritable y se ahoga en la orgullosa conciencia
de un mérito rechazado. Esta actitud particular será responsable del mal carácter
de muchos artistas. Además, aquellos que patrocinan las artes, como es muy bien
visto, muchas veces lo hacen para ostentar. ¿Qué mejor recurso tiene una persona
ordinaria que tiene dinero, y que desea ser distinguida en el mundo de la moda, que
convertirse en patrocinador de las bellas artes? Conocí a una persona que gastó muchos miles de
dólares en pinturas, y quien, por lo que sé, ni sabía ni le importaban
en lo absoluto, excepto en cuanto a cómo afectaban su estatus en el mundo de la
moda. Pero de esos que tienen un sentido del gusto aceptable, hay pocos cuyos motivos no sean
mixtos. Y entonces debe ser recordado que un producto del arte puede
ser visto desde muchos aspectos distintos. Puede ser pensado como algo que cuesta
mucho, que requiere un marco, que debe ser puesto en cierta luz o como una pieza
ornamental de mobiliario, mientras que solo hay un único punto de vista en el cual
puede ser considerada como una pieza de gusto satisfactoria. En el momento en el
que una pintura se considera como un ornamento, o una pieza mobiliaria, se podría
tener en vez un espejo o una mesa de pared. Frecuentemente el dueño de pinturas
bellas piensa en ellas como un artículo de decoración o algo valioso; piensa tanto en
su marco, luz o preservación, que se vuelve indiferente a la única perspectiva en la
que son verdaderamente valiosas.
Pero una vez más, para ver este punto en su luz verdadera, debemos considerar
la categoría particular en la que están los placeres asociados con las bellas artes. Estos
placeres atienden a la vista y a la escucha y, mientras que tienen un puesto medio entre los
placeres bajos de los sentidos, también lo tienen entre los de placeres
más altos del intelecto y de las afecciones; y tienen una disposición a ser asociados
a estos y a promover cualquiera. Este punto está bien expresado por Lord Kames.
Él observa que “al tocar, probar y oler, somos sensibles a las impresiones que estos dejan en
nuestros órganos y así somos guiados a identificar allí la sensación placentera o dolorosa
causada por esa impresión”; pero, con respecto a escuchar y a ver,
somos insensibles a la impresión orgánica y por esto concebimos que
los placeres derivados de estos sentidos son más refinados y espirituales que aquellos que
parecen existir externamente en el órgano
del sentido y los cuales son concebidos como meramente corporales.
Dice él,
Estos placeres, siendo dulces y moderadamente eufóricos, son, en su
carácter, equidistantes a las turbulencias de la pasión en la languidez
de la indolencia y, por este carácter, están perfectamente bien cualificadas no solo para
revivir al espíritu hundido en una gratificación
sensual, sino también para relajarlo cuando esté exhausto de cualquier actividad
violenta.
Observa de nuevo
Los placeres orgánicos tienen naturalmente una duración corta; cuando son prolongados, pierden
su disfrute; cuando son dados en exceso,
engendran saciedad y disgusto y, para restaurar un apropiado carácter
de la mente, nada puede ser conseguido más satisfactoriamente que
de los eufóricos placeres que vienen de la vista y de la escucha.
Hoy en día, este es precisamente su uso y es todo el que algunos les dan a las bellas
artes y, añado, en cierta medida también a las bellezas de la naturaleza. ¡Cuántos
ricos sensualistas hay en nuestras ciudades que dan una apariencia de elevados y de
refinados a sus bajos y egoístas estilos de vida, al coleccionar especímenes de las artes! Estas
personas pueden compararse de la mejor manera con ese animal anfibio,
la rana. Vienen ocasionalmente del elemento bajo en el que viven hacia una región
de luz y de belleza, pero en cuanto son un tanto renovados, se sumergen rápidamente en el lodo
de la gratificación sensual. Son personas como estas quienes, cuando
sus capacidades para los placeres bajos se acaban, conducen sus carruajes hacia las
ciudades del viejo mundo (tal vez aún no estamos lo suficientemente corruptos) y
se disponen a ser virtuosos. Es fácil ver cómo tal buen gusto determina la moral.
Pero señalo una vez más, que las bellas artes pueden ser hechas para complacer
directamente al vicio. Desde la categoría media del que los placeres se derivan, se disponen a
asociarse, como ha sido dicho, con más altos y más bajos placeres. Entonces, la música puede
avivar las devociones de un serafín, y también prestar sus cuerdas
para estimular el alboroto de un bacanal; y la poesía, la pintura y la escultura, mientras
tienen poder para elevar, cautivar y purificar la mente, pueden ser estimulantes
exclusivos para las más bajas y viles pasiones. Son ciertamente estas personas de las
que debemos estar atentos para así reconocer la peligrosa prevalencia de estas artes.
Fue entonces que corrompieron las ciudades antiguas; y aquellos que han visto el
abominable estatuario extraído de las ruinas de Herculano y Pompeya, no se imaginan que fueron
enterradas bajo un mar de fuego. El mismo proceso de corrupción a
través de estas artes ha llegado a un extremo aterrador en el continente oriental y ha
comenzado en este país. Vestido en sus ropas de luz, el vicio encuentra acceso donde
de otro modo no podría. Bajo la pretensión de promover las bellas artes, la modestia es
desechada, e imágenes indecentes son exhibidas, y personas respetables van a verlas.
Si pudiera pronunciar una palabra para alertar a la juventud, sería la de temer al vicio
vestido como gusto. Los objetos bellos de la naturaleza no son capaces de tal perversión. Todo
lo asociado a ella tiende a elevar y purificar la mente. Ningún caso puede
ser nombrado en el que el gusto por la jardinería o por los objetos de la naturaleza,
en su genuino espíritu de belleza y pureza, hayan corrompido un pueblo. Entonces,
mientras que pienso que una cultivación de las artes en su genuino espíritu de belleza
y pureza tiene la tendencia a mejorar el carácter, parece que son mayormente propensas al abuso,
y que han sido ampliamente abusadas.
Pero, aunque pueda entonces desechar la objeción general de la coexistencia en
muchos casos del refinamiento en las artes y de la moral corrupta, pienso, sin embargo, que esta
no contestará totalmente la objeción que primero surgió en las mentes
de algunos, de aquellas numerosas instancias individuales en las que el humano ha
sido eminente para el gusto y el genio, y al mismo tiempo corrupto. Te habrás preguntado: ¿Qué
opinas del caso de Byron? Aquí ahora reflexionaría sobre qué tanto y
en qué sentido esos productos del genio, que han tenido una tendencia corrupta, son
realmente consistentes con el buen gusto. Toma el Don Juan de Byron como ejemplo.
Sin siquiera hablar de principios, tal obra ciertamente no es compatible con un gusto
moral correcto. Que es, sin embargo, en cierto sentido una obra de gusto, no se puede
negar; pero pareciera como si un espléndido palacio, construido sobre un pantano
tétrico y fétido, se considerara una obra del gusto. El palacio puede ser hermoso, pero
fue de mal gusto construirlo allí. Cuartos particulares pueden estar elegantemente
decorados, pero mira, ahí viene del pantano alrededor un pestilente miasma, y puede
decirse de la atmósfera que lo cubre —lo que fue dicho de lo que rodea a Nueva Orleans hace unos
otoños— “todo es hermoso y todo está muerto”. En tanto estas obras
tienen una tendencia a lo corrupto, no puede decirse que sean consistentes con el
sentido más alto del buen gusto. Pero aún es dicho que personas corruptas han producido obras
brillantes y del mejor gusto, y que estas no han tenido aquella tendencia.
Esto es cierto, pero debe tenerse en cuenta el hecho de que estas personas brillantes
son frecuentemente personas de pasiones muy fuertes y de mentes erráticas y trastornadas
expuestas a las tentaciones particulares que ya he nombrado. El gusto me
parece que es para estas personas lo que la música de David era para Saúl, exorciza
los espíritus malos, pero esto es efímero.
Pero ahora pasamos a la tercera distinción que debe hacerse, y esa es entre el
verdadero gusto por los objetos naturales y las bellas artes y lo que es llamado el
gusto en el mundo de la moda. El punto de distinción al que llamaré su atención
está bien planteado por Stewart. “Es obvio,” dice él, “que las circunstancias que
placen en los objetos del gusto son de dos tipos: primero, aquellos que figuran para
satisfacer por naturaleza o por asociación, que toda la humanidad es llevada a formar por su
condición común; y segundo, aquellos que placen en consecuencia de
las asociaciones que surgen de las circunstancias locales y accidentales. Entonces,
hay dos tipos de gusto, uno que nos permite juzgar aquellos objetos bellos que tienen un
fundamento en la constitución humana, y el otro, de aquellos objetos que
se derivan de su principal recomendación de la influencia de la moda. Estos dos
tipos de gusto no están siempre coexistiendo en la misma persona; ciertamente,
estoy inclinado a pensar que pueden coexistir, pero rara vez. La perfección de uno
depende bastante del grado en que somos capaces de liberar la mente de las influencias de las
asociaciones fortuitas; del otro, al contrario, depende de la facultad
de asociación que nos permite caer dentro, de una vez, con todas las vueltas de la
moda y, como lo expresa Shakespeare, “para atrapar el ritmo de nuestros tiempos”.
La asociación es el único cimiento de valor que ponemos en algunos objetos, y de
belleza que encontramos en otros. Así, un rizo de cabello, sin valor en sí mismo, por
las asociaciones conectadas con él, tiene un valor que el dinero no puede comprar;
y los artículos de vestimenta, que de otro modo nos serían indiferentes u odiosos, se
vuelven bellos cuando son asociados con aquellas personas que hemos acostumbrado a tomar como
modelos de elegancia. Es ciertamente increíble qué efecto tiene
este principio en nuestras emociones; y, de mirar demasiado solo a los hechos conectados con
este, algunos hemos sido conducidos a la duda de si realmente existe
algo como un principio permanente del gusto. Parecería realmente que, entre los
límites de la comodidad y de la decencia, los cuales son frecuentemente ultrajados
por la moda, una manera de vestir pueda verse como el proceso de convertirse en
otra. Las pelucas, las hebillas, la ropa interior, las faldas largas y los sombreros tricornios
de nuestros abuelos eran tan bellos, en ese entonces, como ahora lo son los
vestidos que están a la moda. Dice Sir. Joshua Reynolds,
si un europeo se corta la barba y se pone una peluca en la cabeza o se
trenza su cabello natural en nudos regulares, tan alejado de la naturaleza como puede ser y,
después de dejarlos fijos, con la ayuda de grasa
de cerdo, se cubra toda la cabeza con harina, puesta con una máquina
de la manera más regular, si, cuando entonces esté vestido, y camine y se encuentre con un
indígena cherokee, quien tardó el mismo
tiempo en su tocador y se puso, con la misma atención y el cuidado,
su amarillo y rojo ocre en partes particulares de su frente y mejillas,
así como él juzgó mejor; cualquiera de estos dos que desprecie al otro
por su preocupación por la moda de su país; cualquiera que se ría del
otro, es el bárbaro.
El buen gusto con respecto a la moda, entonces, parecería que no consiste en seguirla o en
prestarle atención, excepto cuando se trata de evitar atraer atención por
la forma de vestir; pues es un indicio fiable, cuando una persona busca que la noten
por eso, que hay poco en ella que merezca ser notado. El fundamento del gusto
en la moda, sin embargo, siendo lo que ahora indiqué, es obviamente una rápida
percepción de su siempre constante cambio y una adaptación lista y cuidadosa de
este, puede pertenecer, así sea de una mujer o de un hombre, solo a la mente esencialmente
frívola; y que tal gusto, si bien no es absolutamente incompatible con una
percepción de todo lo que es permanentemente grande y bello en las obras de Dios,
está aún poco conectada con ello. Tal gusto debe, por supuesto, más bien herir que
promover una buena moral.
Ahora he considerado el gusto como es ejercido indiferentemente de parte de
cualquier objeto en su apropiada provincia. Aún queda pendiente decir algo, lo cual
propongo hacer en otra conferencia, sobre el gusto moral, o acerca de cómo el gusto
tiene acciones morales para su objeto.
Referencias
Emerson, R (1836) Nature James Munroe and Company. Boston.