2020
ISSN: 2619-4287 / e-ISSN 2619-4147
https://doi.org/10.28970/hh.2020.2.a6

Artículo de Investigación

Vol 3 nº 2



La conexión entre el gusto y la mora1


Mark Hopkins
Traducción de Lucas Céspedes y Luisa Jiménez


Recibido: 01/06/2021   Aprobado: 21/07/2021



Como citar:
Hopkins, M. (2020). La conexión entre el gusto y la moral. [The Connexion Between Taste and Morals]. (Céspedes, L. y Jiménez, L. Trad.) Humanitas Hodie. 3(2). H32a6. (Trabajo original publicado en 1841). https://doi.org/10.28970/hh.2020.2.a6


1 El texto fuente fue obtenido del proyecto Gutenberg


Introducción
Desarrollo
Referencias


Nota introductoria: La siguiente traducción corresponde a la primera conferencia de Mark Hopkins (1802–1887), teólogo y educador estadounidense, sobre la conexión entre el gusto y la moral publicado en 1841. Hopkins fue profesor en filosofía moral y retórica en el Williams College, donde más tarde fue presidente. Al ser cristiano congregacionalista, tuvo entre sus intereses las misiones cristianas y desde 1857 hasta su muerte en 1887 fue presidente de La Junta Americana de Comisionados para las Misiones Extranjeras. Fue autor de Evidences of Christianity (1844), un libro de texto favorito por los cristianos de su época, así como de Lectures on Moral Science (1862), The Law of Love and Love as a Law (1869), An Outline Study of Man (1873), The Scriptural Idea of Man (1883) y Teachings and Counsels (1884). En una época en la que la unificación ideológica y religiosa era la manera de evitar cualquier conflicto moral, el trabajo de Hopkins fue de gran importancia. Traducir este texto es relevante porque posibilita el contraste de argumentos de la época y su espíritu, que señalen conexiones entre la moral y el arte, con posiciones actuales. El texto original se encuentra en la página Gutenberg.org



Primera conferencia


¿Es la prevalencia del gusto cultivado favorable para la moral? ¿Existe alguna conexión, así sea en los individuos o en las comunidades, entre un buen gusto y una buena moral?

Cuando empecé a reflexionar sobre este asunto, el cual es discutido públicamente, le hice las preguntas de arriba a tres hombres educados, que conocía por casualidad. El primero dijo que no lo había pensado, pero que, a primera vista, no creía que existiera alguna conexión; el segundo dijo que desearía verlo demostrado antes de creerlo y el tercero dijo que pensaba que sí existía tal conexión. Esta diferencia de opinión entre hombres educados me llevó a pensar que una investigación en el tema podría ser un asunto de interés y tal vez de provecho. Como todo, en este país, depende de una sólida moralidad en la comunidad, cualquier cosa que le concierne merece nuestro más meticuloso escrutinio.

Para discutir este asunto de manera clara, debemos saber de qué estamos hablando de manera precisa. ¿Qué es, entonces, el gusto? Este término a veces es usado para expresar mero deseo, como gustar de un vestido o de los placeres bajos. Difícilmente sea necesario decir que ese no es el significado que ahora se le asigna. El gusto es definido por Alison como “la facultad de la mente humana por la cual percibimos y disfrutamos cualquier cosa que sea hermosa o sublime dentro de las obras de la naturaleza o del arte”. De acuerdo con esta definición, la cual es suficientemente correcta para nuestro propósito actual, es evidente que hay, primero, una percepción de ciertas cualidades en los objetos externos y, entonces, de acuerdo con la naturaleza del objeto, una emoción de belleza o de la sublimidad en la mente. Estas emociones son, por supuesto, incapaces de ser definidas excepto al describir las ocasiones en las que surgen, y solo podemos conocerlas al sentirlas. Hablar de una emoción a aquellos que no la han sentido, es igual que hablarle de colores a un ciego. Y aquí señalaré, que estos términos, belleza y sublimidad, tienen en común con aquellas sensaciones que denotan una ambigüedad que frecuentemente ha producido confusiones. Así como el término calor es usado para denotar, primero, la sensación que sentimos al aproximarnos al fuego y, segundo, la cualidad del fuego que produce esa sensación, de la misma manera, belleza y sublimidad son a veces usadas para expresar las emociones de la mente y, a veces, aquellas cualidades en los objetos externos que están figurados a producirlas, a pesar de que no haya, por supuesto, en el objeto externo, ninguna emoción, ni alguna cosa semejante.

Si esta explicación del gusto es correcta, será evidente que no puede, con ninguna propiedad, ser comparada, como frecuentemente ha sido, con una sensación del cuerpo. La impresión ante una sensación corporal necesariamente sigue la presencia del objeto y es uniforme para toda la humanidad. Un árbol vestido en follaje fresco es necesariamente visto, y es visto como verde por todos los que posen su mirada en él. Puede pasar que un individuo que vea el mismo árbol diga que es bello, y que otro, de alguna asociación específica, piense lo opuesto, y un tercero, sin importar lo bello que sea el árbol en sí mismo, lo vea sin sentir ninguna emoción en lo absoluto. Entonces, es un gran error suponer, como muchos hacen, que esas cualidades en los objetos que despiertan las emociones del gusto actúan directa y necesariamente en nosotros, como aquellas que afectan los sentidos.

Una segunda inquietud preliminar es ¿cuáles son las causas que producen estas emociones? Y aquí apenas recalco, sin investigar ningún principio común por el que se produzcan resultados similares, que estas causas difieren abiertamente una de la otra. Las emociones pueden ser despertadas por objetos naturales, por el sonido, por los productos de la imaginación, por las combinaciones del intelecto y por ciertas manifestaciones de las afecciones y del carácter moral.

Una tercera inquietud es ¿cómo puede el gusto ser cultivado? Esto obviamente puede hacerse si se cumplen dos condiciones. La primera es que nos pongamos a nosotros mismos en situaciones adaptadas para producir las emociones del gusto y la segunda es que preservemos un estado mental que permita a estas emociones florecer. Esta última, un estado apropiado de la mente, aunque es frecuentemente menos considerada, es tan importante como la primera. “Es”, dice el poeta,

El alma que ve; los ojos exteriores Presenta el objeto, pero la mente lo examina, Y entonces el regocijo, el disgusto o la fría indiferencia despiertan.

A aquella persona, cuya mente está sumida por preocupaciones o perturbada por una pasión, los objetos más hermosos no le generan ninguna impresión. Para percibirlos y disfrutarlos, la mente debe estar calmada. Al igual que lo bello y lo sublime de la naturaleza, como las estrellas, son ocultadas por una tormenta; pero, cuando los cielos están serenos, salen, una tras otra, para el ojo que las esté esperando con la mirada, hasta que el firmamento brille con su luz. Esta persona, entonces, y solo esta, quien, en un estado apropiado de la mente, esté en la presencia de objetos bellos y sublimes, y compare los efectos producidos bajo diferentes circunstancias, mejorará su gusto, en cuanto a su susceptibilidad a la emoción y a su poder de discriminación.

La pregunta es, entonces —la cual ahora estamos preparados para discutir—, si aquella cultivación y mejoramiento del gusto tiene un efecto favorable frente al carácter moral.

Primero, infiero que tiene tal efecto debido a que encontramos en las emociones del gusto, al menos, una fuente inocente de felicidad en nuestras horas ociosas y la mente que es inocentemente feliz es menos accesible para la tentación. La indolencia, mera futilidad, todos sabemos que es la entrada al vicio, y que las grandes amenazas para la juventud provienen de las horas ociosas, del deseo de algún medio de euforia mental inocente, en la que pueden ser inducidos para pasar esas horas. Fue dicho por Franklin que el ocio es un tiempo en el que se hace algo útil, pero no todos son Fránklines. Si el tiempo de ocio es usado de forma útil, como sucede en muchas ocasiones, es de mejor provecho; y aquella persona que provea para nuestra juventud los medios y los estímulos para pasar ese tiempo de ocio inocentemente, será de beneficio para las personas. En nuestras ciudades, donde las tentaciones a meras gratificaciones sensuales son numerosas y obstrusivas, y donde los objetos naturales están excluidos, este es un punto muy importante y de gran dificultad. Hasta recientemente, muy poco de este asunto se ha intentado, a menos que los teatros puedan tomarse como un intento. Incluso así, nuestros teatros están fuera de la cuestión, pues la señorita Martineau afirma que

los americanos tienen muy mal gusto por el drama; y el espíritu puritano aún se enfrenta en tal feroz oposición al escenario y prohíbe que la esperanza de que este gran medio de ejercicio intelectual alguna vez sea hecho un instrumento de la buena moral para la sociedad aquí, o que pueda serlo.

Dice ella, además, pues nuestro caso es tan desesperanzador, que “aquellos que respetan el entretenimiento dramático con más fervor, más ansían que los teatros americanos sean cerrados”. Los teatros ciertamente están fuera de discusión, y confío en que pasará mucho tiempo antes de que hagamos algún progreso hacia el pasado, hacia aquel estado de la moral que es producido por las pautas del teatro inglés.

Es desde la perspectiva que toma ahora en consideración al deseo, que se establecen asociaciones para propósitos literarios que procuran lecturas populares abiertas al público. Esta no es solamente una característica nueva, sino de lo más prometedora en la historia de nuestras ciudades. El humano necesita y debe tener emoción y euforia mental, y nuestro Creador, si tan solo quisiéramos verlo, sabríamos que no ha estado desatento a este deseo de nuestro diseño. No, para proporcionarlo, tenemos los placeres del diálogo social y racional, el juego de las afecciones, los deberes de la bondad y la benevolencia: si un hombre se encuentra deprimido, déjenlo hacer una buena acción. Y, por último, pero no por eso menos importante, las satisfacciones del gusto: todo el placer que se deriva de la concordancia de los sonidos dulces, de los encantos de la literatura, de las formas y de los colores y de las formaciones de la naturaleza, de sus amaneceres y de sus atardeceres, de sus paisajes de montaña y de valle y de lago y de río, de las estrellas que dan vueltas en sus cursos, y de las flores que se saludan al lado del camino. Estas son las fuentes de euforia mental que Dios ha proveído, y son, para los estimulantes artificiales de las obras de teatro y de los juegos de azar, como el agua fría que se bebía en el Edén es al brandy y a la ginebra. Que no me aventure aquí a decirle a la juventud, “¡cuidado con cómo gastas tus horas libres! ¡Tu carácter y destino en la vida probablemente dependerán de ellas!”. De entre las maneras, como ya he dicho, de gastar estas horas por lo menos inocentemente, las gratificaciones del gusto son conspicuas. Parecen, por este mismo propósito, que son distintas en cuanto figuran en este mundo; y, en tanto seducen la mente de las gratificaciones bajas de los sentidos, deben ser favorables para la moral.

Las observaciones ahora hechas consideran al gusto principalmente como guarda contra el mal; pero no puedo descartar este encabezado sin notar más profundamente su influencia positiva, como una fuente de disfrute inocente, frente a la moral. Un buen gusto —y no me presento como alguien que pueda responder por sus perversiones— involucra una susceptibilidad lista por las emociones de la belleza y de lo sublime y, por supuesto, lista para recibir placer de las apariciones comunes de la naturaleza y de cada expresión libre y natural de las gratas sensaciones. Es, a mis ojos, de primera importancia para el carácter y para la felicidad, que la juventud cultive un gusto por esos simples y naturales placeres, fuentes que están disponibles para todos. Esto es importante para la felicidad, pues ¡cuánta felicidad la joven florista asegura, cuando puede ver una violeta común mientras florece su ojo y emerge desde la nieve a inicios de la primavera, con tanto mismo placer como cuando se está en frente de la opción exótica a la que es acudida y exclusivamente admirada por aquellos que desafortunadamente han sido enseñados que es vulgar admirar lo que es común! ¡Cuánta felicidad asegura quien es tocado por una acción bella dondequiera que la vea, quien aprecia la simpatía donde sea que la encuentre y como sea expresada! Una mente rectamente constituida en este sentido bebe con satisfacción de los objetos y de las ocurrencias de la vida diaria, como el ojo lo hace con la luz. Esto es además esencial para el carácter; ¡cuántos jóvenes entran a la vida con un falso estimado de las ventajas que la riqueza y la moda pueden proveer, ellos encuentran su felicidad, no en la contemplación y en la búsqueda de los objetos apropiados, sino en lo que los otros piensen de ellos y, para ellos, el mundo se vuelve insípido a menos que ellos se hagan una figura en este!, que ahora la desgracia venga sobre aquellas personas y que el mundo les falle. Su mundo se ha acabado, no tienen ningún recurso, se vuelven, generalmente, deshonestos, a veces ineficientes, sombríos y cometen suicidio. Estas personas consideran las bendiciones comunes y verdaderas que Dios ha dado como objetos vacíos a menos que posean esos placeres artificiales y egoístas que surgen de la sociedad convencional. No ven los ornamentos espléndidos ni las provisiones ricas que, para ser adoptados —con un poco de adecuación al lenguaje bello del otro— son reunidas alrededor de la tierra para ellos: “su océano de aire arriba, su océano de agua abajo, sus luces zodiacales, su tienda de nubes goteantes, sus abrigos rayados de climas, su año en cuatro partes”. No es nada para ellos si no tienen a nadie sirviéndoles y que

todas las partes de la naturaleza incesantemente trabajen hacia cada una de sus manos para su provecho, que el viento coseche la semilla, el sol evapore el mar, el viento sople el vapor hacia el campo, el hielo al otro lado del planeta condense la lluvia en este y entonces que las circulaciones infinitas de la caridad divina nutran al hombre. (Emerson, 1836)

Qué cambio cuando aquella persona es devuelta a un goce verdadero de los simples placeres de la naturaleza! Hasta la enfermedad, que lo priva por un tiempo de lo que ha despreciado, si esta lo lleva de vuelta a la naturaleza, es una bendición; y entonces el resultado podrá ser afirmado en palabras de Gray:

Mira al miserable que se ha lanzado hace mucho en la cama espinada del dolor por fin ha recuperado su perdido vigor y respira y camina de nuevo

Entonces,

La más sencilla y pequeña flor del valle, la más simple nota que empodera al estallido el sol, el aire, los cielos de siempre ¡A él le abren el paraíso!

Así, aunque puede que ese título que la ley da no sea realmente de esa persona, aún siente que el universo es suyo para aquellos propósitos más nobles para el que fue pensado al actuar en el espíritu:

Suyas son las montañas y los valles y los ríos resplandecientes

Y él mira atrás a su pasado descontento como la petulancia de un niño. Los simples objetos bellos y las alegres voces de la naturaleza lo han hecho un hombre de nuevo.

Pero una vez más, infiero que hay una conexión entre el buen gusto y una buena moral, porque hay una analogía entre esas cualidades en cuestión que provocan las emociones del gusto, y esas relaciones de las que la moral depende. Es tanto este el caso, que algunos filósofos encontraron la moral sobre la teoría de lo bello, considerándolo una sublime armonía. En todos los objetos bellos en la naturaleza, o en el arte, hay un orden, una propiedad, una conveniencia, una proporción; y la impresión que estos objetos causan en nosotros es tan análoga a esa que se produce por una conducta virtuosa, que usamos los mismos términos para expresar ambas. Para mí, ciertamente, pareciera que la belleza en cuestión es a la belleza moral lo que el instinto es a la razón o lo que la luz de la luna es al sol; contiene algunos de los mismos elementos, pero está desposeído de los más altos. Entonces, como deberíamos esperar naturalmente, la moral proporciona esa región en la provincia del gusto en la que ella recoge esas flores que están llenas de belleza y del perfume más dulce.

¿Puede ser algo tan bello, En todos los escarchados paisajes de la primavera, En el brillante ojo de la estrella de la mañana, o en la madrugada, En las formas más bellas de la naturaleza, puede ser algo tan bello Como una amistad virtuosa?

Pero observo una vez más que, así como existe la analogía ya señalada entre sus causas, también hay una afinidad entre las emociones mismas del gusto y de la sensación de una moral correcta y que la transición de la una a la otra es obvia. Este punto requiere ilustrarse. Que nuestras emociones están asociadas en grupos, es prácticamente conocido para todo el mundo. Hasta un niño no le pide a su padre seis peniques cuando sabe que está enojado, porque sabe que la transición de enojo a generosidad no es fácil. El profundo desamparo no puede pasar súbitamente a la felicidad. Debe ser una transición gradual, primero a una tierna melancolía, luego a estar contento y después al júbilo. “El vestido de la tristeza,” como lo expresa Coleridge, “debe quitarse gradualmente, y lo que se ponga en vez debe ser puesto con facilidad gradualmente también y sentirse tan parecido al anterior que el que sufre sienta el cambio solo al descansar”. Es al entender bien estas afinidades de los sentimientos que el orador puede continuar para controlarlos cuando sobrepasen su alcance. La necesidad de un adecuado estado de la mente para que las emociones del gusto surjan, ya ha sido notada, y lo que ahora observo es que un estado de una sensación de correcta moral es más favorable para estas emociones que cualquier otro. Hay entre ellos tal afinidad que prontamente se asocian el uno con el otro; mientras que entre las emociones del gusto y un estado vicioso de la mente no existe tal afinidad, sino que son en gran medida incompatibles.

El mundo externo frecuentemente nos trae de vuelta la imagen de nuestros propios pensamientos y, por esto, pareciera casi tan variable como las tenues formas del crepúsculo al que la imaginación les da su propia forma. Esta tendencia de la mente de proyectar su propio tinte sobre la naturaleza o, más bien, de recibir diferentes emociones de objetos externos, está bien ilustrada por Crabbe en su cuento titulado “La travesía del amante”. En este cuento, Orlando, el amante, empieza una plácida mañana con la expectativa de encontrar al objeto de su afección en una villa donde había quedado en encontrarse con ella. En esta primera parte de su travesía se extiende un brezal lleno de tojo. Pero escúchenlo:

Los hombres podrán decir que un brazal es inhóspito; pero nada es tan alegre; y para llamar a tan inhóspita o árida escena encantadora una mente poseída por la preocupación o la furia discute consigo misma.

Y entonces él prosiguió, admirando el frondoso ajenjo y la vigorosa zarza, hasta que alcanzó la villa y así vino la desilusión. La dama había ido a una aldea algunas millas más adelante, bajo circunstancias que no comprendía, y lo dejó con la duda del afecto de ella. Hasta dudó si debía seguir, pero finalmente determinó ir a verla y reprocharle. Ahora, escúchenlo de nuevo, mientras pasa junto a un hermoso río:

Odio estas escenas, lloró Orlando con ira; y estos orgullosos granjeros, sí, odio su orgullo; mira a ese delgado compañero, como anda, tan fuerte como un buey, y tan ignorante como fuerte. Estos profundos y abultados prados los detesto; perturba a mi espíritu ver al buey que pasta; engordado para el matadero; así como la sonrisa de una dama alegra al hombre, y esto significa su muerte en ese momento.

Y si la mera desilusión, sin estar consciente de la culpa y del remordimiento, pudiera producir esos efectos, ¿qué podemos esperar cuando la mente no esté en paz consigo misma? Las tendencias se muestran en los casos extremos, y es perfectamente consistente con la naturaleza de las cosas que Milton hace a Satán exclamar, al ver al Edén en su inocencia y belleza unidas,

¡Oh maldición! ¡Qué admiran mis ojos con congoja!

¿Quién puede imaginar a un avaro, y ni hablemos de un ladrón o de un borracho, alzando los ojos de su fortuna escondida y disfrutando de la escena enfrente suyo, sin importar cuán hermosa sea? Mientras que aquella persona que lleve a cabo un acto de caridad al final de su caminata encontrará a la naturaleza vistiendo un atuendo mucho más rico al volver. La mente consciente de la rectitud está en paz consigo misma y es, en ese estado de calma, que se le permite disfrutar de cualquier cosa que le sea placentera.

Pero no solo, como en los casos ahora mencionados, es un estado de sensación de correcta moral favorable para el gusto, sino también la emoción del gusto, la cual tiende a introducir ideas morales y emociones. Es, como lo concibo, principalmente por este hecho que la naturaleza tiene la tendencia de llevar la mente “hacia la naturaleza de Dios”; pues todos debemos ser conscientes de que cuando vemos a la naturaleza como bella o sublime, esta tendencia es la más fuerte. Nadie puede estar en frente del Niágara o de las Montañas Blancas sin sentir esto. Por esto, las arboledas y las altas colinas fueron los primeros lugares de adoración; es por esto que los sacrificios en la India al Gran Espíritu son cuando él pasa a través de los rápidos salvajes. Y cuando asociamos los objetos bellos de la naturaleza con la sabiduría y la bondad de Dios, así también, en muchos casos, instintivamente inferimos de las manifestaciones del gusto en el humano algo de su carácter moral. Quien, por ejemplo, viajando a través de un bosque solitario llegara a una de las tantas casas agradables de madera que hubiera en ese bosque, y si esta casa tuviera una madreselva fijada en la puerta y su interior fuera muy ordenado y limpio, ¿no esperaría esta persona pasar la velada sin ningún malestar o, en sus palabras, tratado con cortesía y amabilidad? Mientras que, si todo en la casa tuviera una apariencia sucia y deteriorada, y si los únicos signos de gusto fueran aquellos que indicaran un gusto por el ron, esta persona bien podría más bien apresurar su paso, pues hasta tendría miedo de que le roben. Nadie esperaría encontrar indicios de gusto en la vivienda de un borracho, ni en cualquiera que esté abandonada a cualquier vicio bajo. Apelo a cualquiera que me escuche que, al entrar a alguna vivienda pobre, aunque haya sentido que hubiera indicación alguna de un buen carácter moral y fomento de la caridad, encontrara, sin embargo, que sobrevivía, en medio de la pobreza, una susceptibilidad a las emociones y un respeto por los requisitos del gusto.

Acabo de observar que hay una afinidad entre la sensación de correcta moral y las emociones del gusto. Ahora observo que los más grandes placeres del gusto no pueden ser disfrutados sin una correcta perspectiva sobre los grandes asuntos de la moral y, especialmente, sobre el ser y los atributos de Dios. Sin importar las cosas que pueden ser dichas sobre el poder de los objetos materiales, en sí mismos, para producir las emociones del gusto, es evidente que su poder principal depende de las concepciones de la mente que aquellos entienden como signos. Un simple caso ilustra esto. La mayoría de nosotros probablemente ha sentido la emoción de lo sublime al escuchar lo que suponíamos que era un relámpago a la distancia, pero esta desaparece, y tal vez esto parezca ridículo, en el momento en que nos cercioramos de que el sonido ha sido producido por el estruendo de un transporte. En este caso, es obvio que nuestra emoción dependió no del sonido mismo, sino de la concepción de la mente que fue despertada por ello. Ahora es este preeminentemente el caso en las obras de la naturaleza. ¡Qué tan diferentes debieron haber sido las emociones despertadas por la vista del firmamento de la tarde en la mente de la persona que debió haber supuesto que las estrellas eran meros puntos de luz puestos a no gran distancia arriba de ella y moviéndose alrededor de la tierra solamente para la conveniencia del hombre! ¡Estas despertaron también en la mente de aquella persona para quien esos puntos de luz indicaban la existencia de un espacio infinito, y de los soles, y de los mundos, y de los sistemas sin número, y a distancias que causan el ala de la más viva imaginación desfallecer! Cuán diferentes son las emociones ahora producidas por el cometa, cuando retorna en su periodo pronosticado, de aquellos emocionados al disparar

La gigante distancia de Ofiuco en el cielo ártico, y, desde su horrible cabello,

se suponía que quebrantaría ‘la pestilencia y la guerra’” como, entonces, aquella persona que no puede percibir las estrellas más allá de lo que los sentidos le proporcionan, debe entonces perder el placer más grande, el cual adapta los objetos del gusto para dar. Entonces, aquella persona que entiende la estructura física del universo, y que aún no ve en él ni detrás de él, una infinita y benéfica Inteligencia, no puede haber conectado con su vista esas concepciones que despiertan las emociones más grandes de belleza y de sublimidad.

Las conexiones del hombre con la naturaleza son mucho menos íntimas que aquellas con Dios y, aun así, nuestras emociones viendo la naturaleza son significativamente modificadas por la perspectiva que tenemos de Su dignidad y carácter moral. Fue cuando Hamlet supuso que había gran corrupción y una voluntad general de principios en la sociedad, que “este buen cuerpo, la tierra” parecía a él no más que “un promontorio estéril”; “esta hermosa bóveda, el cielo, mira tú, este valiente firmamento rebosante” para él parecía no más que “una pestilente y sucia mezcolanza de vapores”. Fue cuando sus habitantes fueron oprimidos y degradados que la belleza natural, que es aún tan brillante como nunca lo ha sido en las costas de Grecia, parecía para el poeta no más que

La belleza en la muerte que parte no realmente con suspiro de despedida, sino con la belleza con ese temeroso brote de flores, que pigmenta lo que lo atormenta a la tumba, tan fríamente dulce, tan mortalmente bello, comenzamos, pues la vida está deseosa allí. (…) Fue Grecia, pero no vive más

Todos debemos haber sentido esa sombra de tristeza conjurada sobre la cara de la naturaleza cuando pensamos sobre las pasiones y las guerras y la lujuria y la rapiña del hombre, en conexión con sus silenciosas escenas. Por otro lado, si fuera el estado moral del mundo en lo que confiamos que devenga algún día, como fue la pureza universal y la bondad y el reino del amor, ¿el sol no parecería brillar con un resplandor más bondadoso? ¿En vez de la espina, no estaría el abeto? ¿No cantarían las montañas y las colinas, y todos los árboles del campo no aplaudirían con sus manos?

Y si las emociones del gusto son entonces modificadas por nuestras perspectivas sobre el hombre, ¡cuánto más lo son con respecto a Dios! ¡Cuánto debe un vacuo ateísmo condenar a los cielos en penitencia y cubrir la tierra con un paño mortuorio y transformar las promesas mudas de la naturaleza en una burla, y hacer de su grandeza un gran mortuorio de la muerte, sin la esperanza de la resurrección! Por otro lado, ¡cuánto debe la belleza y la sublimidad de la naturaleza y del universo ser elevada en el momento en que la percibimos en su conexión con Dios! Nada es más común que escuchar a aquellos, quienes emergen de un ateísmo pragmático en que la mayoría de los humanos viven, hablar de las nuevas percepciones sobre la belleza y la sublimidad con la que miran las obras de la naturaleza;

En ese momento bendito, la Naturaleza, tendiendo lejos su velo opaco, oculta, con una sonrisa, al autor de sus bellezas, quien, retirado detrás de su propia creación trabaja sin ser visto por lo impuro, y escucha su poder ser negado.

Todas nuestras investigaciones sobre la naturaleza nos muestran que el hombre no tiene facultades para las que no existen los objetos correspondientes y adecuados. Así como él es tan infinito en su razón, los trabajos de Dios no terminan por las operaciones de esa razón. Ningún Alejandro intelectual se sentó y lloró porque quería más mundos para conquistar. Tan vasta como es su imaginación, las revelaciones de la astronomía, como hechos concretos, van más allá que cualquier cosa que la imaginación haya concebido. ¿Y es tan así que, solo en la región del gusto, las facultades del hombre no tienen un objeto adecuado? Pero es solo cuando la naturaleza, como la Biblia, es vista llena de Dios, que es vestida con su propia y verdadera sublimidad. Es solo cuando “los cielos declaren la gloria de Dios y el firmamento muestre las obras de sus manos”, que corresponderán a las concepciones más altas del gusto o del intelecto. El hombre descansa solo en el Infinito, y el universo sin Dios no está en armonía con su constitución, incluso cuando el hombre está dotado solamente con gusto. Pero si nuestras perspectivas en los asuntos morales subsecuentemente modifican las emociones del gusto, no puede dudarse que esas emociones reaccionan frente a nuestras perspectivas morales, tendiendo a elevarlas y purificarlas.

Observo otra vez que las emociones del gusto son favorables para la moral, pues son desinteresadas. Cuando la admiración se vuelve intensa, los hombres se olvidan a sí mismos y, proporcionalmente a ese disfrute, se preparan para un regocijo más alto que una práctica desinteresada del deber conlleva. Siempre que vemos excelencia en el otro, estamos destinados a admirarlo sin referencia a una secta o a un grupo; y la admiración, entonces ganada, casi siempre está conectada con un carácter de alta moral. La belleza que realmente puede olvidarse a sí misma en su admiración al otro merece admiración por cualidades mucho más altas y nobles que sí misma.

Solo observo además que un gusto cultivado es favorable para la moral, porque el cultivo de una de nuestras cualidades tiene una tendencia a fortalecer al resto. Esto, lo sé, es discutido, y hasta se supone que la unión de ciertas cualidades en cualquier alto grado es imposible. Entonces, a veces se supone que una memoria destacable y un juicio sensato no van juntos; y debe ser confesado que la memoria puede estar tan cultivada que no fortalezca al juicio. Pero cuando hablo de cultivar una facultad, quiero decir cultivarla en los principios correctos y con referencia al fin para el cual fue dado. Aquellos que recuerdan los eventos como aislados, o solo de la manera en que estén entrelazados por las relaciones del tiempo y del espacio, y quienes no ven ni los recuerdan por las relaciones de causa y efecto, medios y fines, premisas y conclusiones, por tal ejercicio de la memoria, no fortalecen al juicio; aunque ellos ciertamente muestran que tiene una gran necesidad de ser fortalecido. ¿Qué posible uso puede tener, para formar un juicio correcto en cualquier asunto, el que una buena mujer recuerde la edad precisa de todos los niños del barrio? Son estas crónicas caminantes, estos almanaques vivos, los que registran el clima de tiempos pasados, y hasta de tiempos futuros, quienes son aplaudidos por tener grandes memorias y un juicio corto. Pero aquel tipo de memoria, para los principios cultivados y correctos, es solo lo que un salón lleno de minerales y aves y pescados y basura e insectos, promiscuamente juntos, es para un museo bien mantenido. ¿Quién no sabe que la experiencia es lo mejor para aclarar el juicio? Y ¿dónde la experiencia guarda sus archivos sino en la memoria? Es obvio que aquella persona que tiene la mejor memoria de los eventos pasados, en cuanto a sus conexiones verdaderas, tendrá el mejor material posible para formar un juicio sobre el futuro. La misma oposición generalmente se supone que existe entre la imaginación y el juicio. Pero ocasionalmente ocurre que un individuo, como Edmund Burke, une la más hermosa imaginación con el más sensato juicio; y entonces se observa que las analogías que la imaginación sugiere producen impresiones clave para el juicio en vez de engaños. Sé que la imaginación, clavando sus raíces en la cuna de la lectura de novelas, puede exceder al juicio, pero, sensatamente cultivado, sostengo que no es desfavorable para el juicio. Y si, en estos casos, un cultivo sensato de una cualidad tiende a fortalecer a la otra, mucho más el fomento del gusto tendrá una tendencia favorable para la naturaleza moral, ya que estas facultades de la mente nunca han estado realmente en oposición, sino, como hemos visto, están estrechamente aliadas la una a la otra.

Pero todo este tiempo probablemente ha sido objetado que, sin importar qué tan plausible sea el razonamiento en este asunto, es sin embargo contrario a la experiencia. Si fuera cierto, tal vez sería dicho, como observó Euler sobre una demostrada propiedad del arco, “esto contradice toda experiencia, pero es, sin embargo, verdadero”: es así en la naturaleza de las cosas, pero los materiales son reacios. Pero veamos qué tanto contradice la experiencia o, más bien, en qué tanto es entonces contraria, si no podemos explicarlo satisfactoriamente.

Para llegar a esto, debemos hacer, como me parece, tres distinciones importantes. Y primero, debemos distinguir entre el gusto considerado como una cualidad del juicio, y como una susceptibilidad a la emoción. Esta distinción es frecuentemente ignorada. Mr. Blair, por ejemplo, define al gusto como “la cualidad de sentir placer o dolor al presenciar las bellezas o deformidades de la naturaleza y del arte”, en la que, la apreciación es tenida solo en la susceptibilidad. Pero luego, cuando se contrasta el gusto con la genialidad, él dice: “el gusto es la capacidad de juzgar, la genialidad es el poder de ejecutar”; en aquel la susceptibilidad a la emoción es dejada de lado. ¿Puedo hacer obvia esta distinción? Cuando una persona sin práctica ve por primera vez una gran pintura histórica, o lee un bello poema, esta persona se rinde a la emoción, es absorbida, pierde la noción del tiempo, olvida dónde está y no sabe ni le importa por qué está complacida. El ojo bebe de la belleza como el hombre sediento lo hace del agua fría y refresca su alma. Aquella persona que ve una pintura, o lee un poema, una y otra vez, al final se sienta junto a un amigo para hablar de aquello que le ha agradado. En ese momento, esta persona quiere encontrar las razones por las que está satisfecha y reflexiona sobre cuáles eran esas cualidades que produjeron el efecto. Aquí está el rudimento de la crítica filosófica, y tal vez continúe investigando, hasta que descubra esos principios generales del gusto de acuerdo con lo que la obra ha sido realizada. Sin embargo, mientras su mente esté ocupada analizando, esta persona no siente ninguna emoción de belleza o sublimidad. Pero como esta es una especie atractiva de la lógica, podrá continuar hasta que una obra de arte le brinde placer solo por su conformidad a ciertos principios, verdaderos o falsos, que esta persona puede ya haber establecido para sí misma, hasta que se vuelva un crítico indiferente o tal vez reseñe de oficio. Aquella persona puede volverse un simple cajero en el banco del gusto, para pronunciarse sobre lo que es genuino y entregárselo a otros para que sea usado y disfrutado. Ahora, la persona que escribe una reseña aguda sobre una obra brillante y nos cuenta por qué la disfrutamos o deberíamos disfrutarla, se supone que es una persona de buen gusto; y la escritura de la reseña es considerada como un ejercicio del gusto. Esto es cierto del gusto considerado como una capacidad del juicio, pero no como una capacidad de sentir. Si así fuera, la masa de personas estaría en una lamentable condición. Que los no iniciados deban esperar a satisfacerse con la belleza que ellos ven hasta que sus principios sean analizados y ellos les digan cuándo y por qué deberían estar satisfechos, no fue más pretendido por Dios que el que ellos deban esperar a ser animados y acogidos por los rayos del sol, hasta que puedan ver a la luz descompuesta en los siete colores de la imagen prismática. Pero es al atesorar y mantener vivas estas emociones universales, las cuales le pertenecen a la raza y encuentran emoción en todo lugar, que supongo que hay un efecto saludable producido en el carácter moral. El poder de una crítica filosófica genuina, el poder de ir atrás, si lo puedo expresar de esta manera, hasta el taller de la naturaleza, y viendo cómo ella mezcla sus colores, es un raro, valorado y dignificado poder; pero es aún un ejercicio del intelecto, y no soy consciente de que tiene algún efecto particular favorable sobre el carácter moral. Ciertamente, cuando la literatura y las bellas artes se vuelven parte de la moda y el tema de conversación, hay un gran número de críticas de este tipo, que caen en la imitación y la vanidad, y las cuales no pueden tener ningún efecto en la moral excepto cuando suplen el lugar del escándalo. Tiene lugar, entonces, en una comunidad egoísta y vana, que lee obras brillantes y observa pinturas, el admirarlas y disfrutarlas, pero no el que ellos mismos hablen sobre ellas y las admiren, y que cualquier efecto bueno sobre el carácter moral sea esperado de la prevalencia de lo que disfrutan llamar parte del buen gusto. El qué tanto viene este a ser el caso en comunidades en las que el gusto es tomado como algo prevalente y cuyas morales son corruptas, lo dejo a otros para juzgar.

La segunda distinción que marcaría es aquella entre el cultivo del gusto por las bellas artes y por los objetos de la naturaleza. Esta la considero una distinción de mucha importancia en este asunto; y propongo dar algunas razones por las que el cultivo de las bellas artes, como la pintura, la escultura, la arquitectura y la poesía, comparado con el gusto por los objetos de la naturaleza, tiene una tendencia menor a mejorar el carácter. Siento que debo hacer esto, pues es bien sabido que ciertas naciones, como los espartanos y los antiguos romanos, consideraban al gusto por las bellas artes como una inclinación hacia una moral corrupta; y algunos de los más severos moralistas de los tiempos modernos, especialmente los moralistas religiosos, han objetado frente a esto con las mismas razones. Debe ser también concedido que aquellas naciones, como las de los griegos y de los italianos, entre las cuales estas artes han florecido más, han sido extremadamente corruptas, y que esa corrupción ha coexistido con un estado avanzado del arte en cuestión.

Y primero, afirmo, que un gusto por las bellas artes no puede ser general en una comunidad de cualquier magnitud considerable. Aunque supongamos que tal gusto, cuando es formado, tiene una tendencia a mejorar la moral, ¡cuán pocos, en un país como el nuestro, tienen la oportunidad de formarlo! Los productos de las artes son encontrados, en su mayor parte, solo en las ciudades; y, entre los que habitan las ciudades, solo aquellos que tienen tiempo libre y riquezas, son afectados por ellos. También debería ser observado que, dado que estas artes no se perfeccionan en las etapas tempranas de una sociedad, no pueden producir sus efectos hasta que la riqueza y el lujo han tenido un tiempo para producir una corrupción general.

Pero observo una vez más que, así como la capacidad de ejecutar o de juzgar en estas artes está restringida relativamente a pocos, esta se vuelve un símbolo de distinción y una razón para ostentar, y entonces se crea la apariencia de tener más gusto del que realmente hay. El artista se encuentra a sí mismo como un candidato para la fama y la fortuna a través de su habilidad, y entonces sus pasiones son despertadas y sus intereses son involucrados. Si es exitoso, es alabado, tal vez hasta deificado; si fracasa, se vuelve irritable y se ahoga en la orgullosa conciencia de un mérito rechazado. Esta actitud particular será responsable del mal carácter de muchos artistas. Además, aquellos que patrocinan las artes, como es muy bien visto, muchas veces lo hacen para ostentar. ¿Qué mejor recurso tiene una persona ordinaria que tiene dinero, y que desea ser distinguida en el mundo de la moda, que convertirse en patrocinador de las bellas artes? Conocí a una persona que gastó muchos miles de dólares en pinturas, y quien, por lo que sé, ni sabía ni le importaban en lo absoluto, excepto en cuanto a cómo afectaban su estatus en el mundo de la moda. Pero de esos que tienen un sentido del gusto aceptable, hay pocos cuyos motivos no sean mixtos. Y entonces debe ser recordado que un producto del arte puede ser visto desde muchos aspectos distintos. Puede ser pensado como algo que cuesta mucho, que requiere un marco, que debe ser puesto en cierta luz o como una pieza ornamental de mobiliario, mientras que solo hay un único punto de vista en el cual puede ser considerada como una pieza de gusto satisfactoria. En el momento en el que una pintura se considera como un ornamento, o una pieza mobiliaria, se podría tener en vez un espejo o una mesa de pared. Frecuentemente el dueño de pinturas bellas piensa en ellas como un artículo de decoración o algo valioso; piensa tanto en su marco, luz o preservación, que se vuelve indiferente a la única perspectiva en la que son verdaderamente valiosas.

Pero una vez más, para ver este punto en su luz verdadera, debemos considerar la categoría particular en la que están los placeres asociados con las bellas artes. Estos placeres atienden a la vista y a la escucha y, mientras que tienen un puesto medio entre los placeres bajos de los sentidos, también lo tienen entre los de placeres más altos del intelecto y de las afecciones; y tienen una disposición a ser asociados a estos y a promover cualquiera. Este punto está bien expresado por Lord Kames. Él observa que “al tocar, probar y oler, somos sensibles a las impresiones que estos dejan en nuestros órganos y así somos guiados a identificar allí la sensación placentera o dolorosa causada por esa impresión”; pero, con respecto a escuchar y a ver,

somos insensibles a la impresión orgánica y por esto concebimos que los placeres derivados de estos sentidos son más refinados y espirituales que aquellos que parecen existir externamente en el órgano del sentido y los cuales son concebidos como meramente corporales.

Dice él,

Estos placeres, siendo dulces y moderadamente eufóricos, son, en su carácter, equidistantes a las turbulencias de la pasión en la languidez de la indolencia y, por este carácter, están perfectamente bien cualificadas no solo para revivir al espíritu hundido en una gratificación sensual, sino también para relajarlo cuando esté exhausto de cualquier actividad violenta.

Observa de nuevo

Los placeres orgánicos tienen naturalmente una duración corta; cuando son prolongados, pierden su disfrute; cuando son dados en exceso, engendran saciedad y disgusto y, para restaurar un apropiado carácter de la mente, nada puede ser conseguido más satisfactoriamente que de los eufóricos placeres que vienen de la vista y de la escucha.

Hoy en día, este es precisamente su uso y es todo el que algunos les dan a las bellas artes y, añado, en cierta medida también a las bellezas de la naturaleza. ¡Cuántos ricos sensualistas hay en nuestras ciudades que dan una apariencia de elevados y de refinados a sus bajos y egoístas estilos de vida, al coleccionar especímenes de las artes! Estas personas pueden compararse de la mejor manera con ese animal anfibio, la rana. Vienen ocasionalmente del elemento bajo en el que viven hacia una región de luz y de belleza, pero en cuanto son un tanto renovados, se sumergen rápidamente en el lodo de la gratificación sensual. Son personas como estas quienes, cuando sus capacidades para los placeres bajos se acaban, conducen sus carruajes hacia las ciudades del viejo mundo (tal vez aún no estamos lo suficientemente corruptos) y se disponen a ser virtuosos. Es fácil ver cómo tal buen gusto determina la moral.

Pero señalo una vez más, que las bellas artes pueden ser hechas para complacer directamente al vicio. Desde la categoría media del que los placeres se derivan, se disponen a asociarse, como ha sido dicho, con más altos y más bajos placeres. Entonces, la música puede avivar las devociones de un serafín, y también prestar sus cuerdas para estimular el alboroto de un bacanal; y la poesía, la pintura y la escultura, mientras tienen poder para elevar, cautivar y purificar la mente, pueden ser estimulantes exclusivos para las más bajas y viles pasiones. Son ciertamente estas personas de las que debemos estar atentos para así reconocer la peligrosa prevalencia de estas artes. Fue entonces que corrompieron las ciudades antiguas; y aquellos que han visto el abominable estatuario extraído de las ruinas de Herculano y Pompeya, no se imaginan que fueron enterradas bajo un mar de fuego. El mismo proceso de corrupción a través de estas artes ha llegado a un extremo aterrador en el continente oriental y ha comenzado en este país. Vestido en sus ropas de luz, el vicio encuentra acceso donde de otro modo no podría. Bajo la pretensión de promover las bellas artes, la modestia es desechada, e imágenes indecentes son exhibidas, y personas respetables van a verlas. Si pudiera pronunciar una palabra para alertar a la juventud, sería la de temer al vicio vestido como gusto. Los objetos bellos de la naturaleza no son capaces de tal perversión. Todo lo asociado a ella tiende a elevar y purificar la mente. Ningún caso puede ser nombrado en el que el gusto por la jardinería o por los objetos de la naturaleza, en su genuino espíritu de belleza y pureza, hayan corrompido un pueblo. Entonces, mientras que pienso que una cultivación de las artes en su genuino espíritu de belleza y pureza tiene la tendencia a mejorar el carácter, parece que son mayormente propensas al abuso, y que han sido ampliamente abusadas.

Pero, aunque pueda entonces desechar la objeción general de la coexistencia en muchos casos del refinamiento en las artes y de la moral corrupta, pienso, sin embargo, que esta no contestará totalmente la objeción que primero surgió en las mentes de algunos, de aquellas numerosas instancias individuales en las que el humano ha sido eminente para el gusto y el genio, y al mismo tiempo corrupto. Te habrás preguntado: ¿Qué opinas del caso de Byron? Aquí ahora reflexionaría sobre qué tanto y en qué sentido esos productos del genio, que han tenido una tendencia corrupta, son realmente consistentes con el buen gusto. Toma el Don Juan de Byron como ejemplo. Sin siquiera hablar de principios, tal obra ciertamente no es compatible con un gusto moral correcto. Que es, sin embargo, en cierto sentido una obra de gusto, no se puede negar; pero pareciera como si un espléndido palacio, construido sobre un pantano tétrico y fétido, se considerara una obra del gusto. El palacio puede ser hermoso, pero fue de mal gusto construirlo allí. Cuartos particulares pueden estar elegantemente decorados, pero mira, ahí viene del pantano alrededor un pestilente miasma, y puede decirse de la atmósfera que lo cubre —lo que fue dicho de lo que rodea a Nueva Orleans hace unos otoños— “todo es hermoso y todo está muerto”. En tanto estas obras tienen una tendencia a lo corrupto, no puede decirse que sean consistentes con el sentido más alto del buen gusto. Pero aún es dicho que personas corruptas han producido obras brillantes y del mejor gusto, y que estas no han tenido aquella tendencia.

Esto es cierto, pero debe tenerse en cuenta el hecho de que estas personas brillantes son frecuentemente personas de pasiones muy fuertes y de mentes erráticas y trastornadas expuestas a las tentaciones particulares que ya he nombrado. El gusto me parece que es para estas personas lo que la música de David era para Saúl, exorciza los espíritus malos, pero esto es efímero.

Pero ahora pasamos a la tercera distinción que debe hacerse, y esa es entre el verdadero gusto por los objetos naturales y las bellas artes y lo que es llamado el gusto en el mundo de la moda. El punto de distinción al que llamaré su atención está bien planteado por Stewart. “Es obvio,” dice él, “que las circunstancias que placen en los objetos del gusto son de dos tipos: primero, aquellos que figuran para satisfacer por naturaleza o por asociación, que toda la humanidad es llevada a formar por su condición común; y segundo, aquellos que placen en consecuencia de las asociaciones que surgen de las circunstancias locales y accidentales. Entonces, hay dos tipos de gusto, uno que nos permite juzgar aquellos objetos bellos que tienen un fundamento en la constitución humana, y el otro, de aquellos objetos que se derivan de su principal recomendación de la influencia de la moda. Estos dos tipos de gusto no están siempre coexistiendo en la misma persona; ciertamente, estoy inclinado a pensar que pueden coexistir, pero rara vez. La perfección de uno depende bastante del grado en que somos capaces de liberar la mente de las influencias de las asociaciones fortuitas; del otro, al contrario, depende de la facultad de asociación que nos permite caer dentro, de una vez, con todas las vueltas de la moda y, como lo expresa Shakespeare, “para atrapar el ritmo de nuestros tiempos”. La asociación es el único cimiento de valor que ponemos en algunos objetos, y de belleza que encontramos en otros. Así, un rizo de cabello, sin valor en sí mismo, por las asociaciones conectadas con él, tiene un valor que el dinero no puede comprar; y los artículos de vestimenta, que de otro modo nos serían indiferentes u odiosos, se vuelven bellos cuando son asociados con aquellas personas que hemos acostumbrado a tomar como modelos de elegancia. Es ciertamente increíble qué efecto tiene este principio en nuestras emociones; y, de mirar demasiado solo a los hechos conectados con este, algunos hemos sido conducidos a la duda de si realmente existe algo como un principio permanente del gusto. Parecería realmente que, entre los límites de la comodidad y de la decencia, los cuales son frecuentemente ultrajados por la moda, una manera de vestir pueda verse como el proceso de convertirse en otra. Las pelucas, las hebillas, la ropa interior, las faldas largas y los sombreros tricornios de nuestros abuelos eran tan bellos, en ese entonces, como ahora lo son los vestidos que están a la moda. Dice Sir. Joshua Reynolds,

si un europeo se corta la barba y se pone una peluca en la cabeza o se trenza su cabello natural en nudos regulares, tan alejado de la naturaleza como puede ser y, después de dejarlos fijos, con la ayuda de grasa de cerdo, se cubra toda la cabeza con harina, puesta con una máquina de la manera más regular, si, cuando entonces esté vestido, y camine y se encuentre con un indígena cherokee, quien tardó el mismo tiempo en su tocador y se puso, con la misma atención y el cuidado, su amarillo y rojo ocre en partes particulares de su frente y mejillas, así como él juzgó mejor; cualquiera de estos dos que desprecie al otro por su preocupación por la moda de su país; cualquiera que se ría del otro, es el bárbaro.

El buen gusto con respecto a la moda, entonces, parecería que no consiste en seguirla o en prestarle atención, excepto cuando se trata de evitar atraer atención por la forma de vestir; pues es un indicio fiable, cuando una persona busca que la noten por eso, que hay poco en ella que merezca ser notado. El fundamento del gusto en la moda, sin embargo, siendo lo que ahora indiqué, es obviamente una rápida percepción de su siempre constante cambio y una adaptación lista y cuidadosa de este, puede pertenecer, así sea de una mujer o de un hombre, solo a la mente esencialmente frívola; y que tal gusto, si bien no es absolutamente incompatible con una percepción de todo lo que es permanentemente grande y bello en las obras de Dios, está aún poco conectada con ello. Tal gusto debe, por supuesto, más bien herir que promover una buena moral.

Ahora he considerado el gusto como es ejercido indiferentemente de parte de cualquier objeto en su apropiada provincia. Aún queda pendiente decir algo, lo cual propongo hacer en otra conferencia, sobre el gusto moral, o acerca de cómo el gusto tiene acciones morales para su objeto.

Referencias

Emerson, R (1836) Nature James Munroe and Company. Boston.