2019
ISSN: 2619-4287 / e-ISSN 2619-4147
https://doi.org/10.28970/hh.2019.2.a4

Artículo de Investigación

Vol 2 nº 2



Ética ambiental y antropocentrismo débil


Bryan G. Norton1
Trad. Felipe Bravo-Osorio 2



Como Citar:
Norton, B.G. (trad. Bravo-Osorio, F.) (2019). Ética ambiental y Antropocentrismo débil. Humanitas Hodie, 2(2), xx-xx. https://doi.org/ 10.28970/hh.2019.2.a4


Resumen


La suposición de que una ética ambiental adecuada debe ser no-antropocéntrica es errónea. Hay dos formas de antropocentrismo: débil y fuerte, y el primero es suficiente para mantener una ética ambiental. Sin embargo, la ética ambiental sí difiere de los sistemas éticos británicos y norteamericanos en la medida en que, para ser adecuada, debe ser no-individualista. La ética ambiental contiene dos niveles de decisión: el primero refiere a las decisiones usuales que afectan la equidad individual, el segundo no tiene esta perspectiva individual. Este segundo nivel, llamado decisiones de asignación, no es reducible al primero y gobierna el uso de recursos a través del tiempo. El antropocentrismo débil provee una base para criticar las necesidades individuales de consumo y puede ser la base para juzgar entre estos niveles. Así, permite un fundamento adecuado para la ética ambiental sin necesidad de recurrir a los cuestionables compromisos ontológicos que adoptan los no-antropocentristas al atribuir valor intrínseco a la naturaleza.

Palabras clave: ética ambiental, antropocentrismo, no-antropocentrismo, individualismo, valor intrínseco



Introducción
Desarrollo
Referencias


Introducción

En dos ensayos anteriores, ya publicados en esta revista [Environmental Ethics], he sostenido que una ética ambiental no puede derivarse de los derechos o intereses de no-humanos, ni de generaciones futuras de humanos (Norton, 1982a, 1982b). Estas conclusiones negativas abren paso a una discusión más positiva sobre la naturaleza y la estructura de la ética ambiental. En este artículo persigo justamente este objetivo y abordo en particular la pregunta de si debe haber una ética distintivamente ambiental.

En la literatura, las discusiones sobre este tema han considerado que toda respuesta negativa a dicha pregunta implica que las categorías habituales de derechos, intereses y deberes de los individuos humanos son adecuadas para fundar una guía ética en la toma de decisiones ambientales. Así mismo, se ha considerado que una respuesta positiva implica que la naturaleza tiene, en algún sentido, valor intrínseco. Dicho de otro modo, la pregunta sobre la especificidad de la ética ambiental es considerada equivalente a la cuestión del rechazo del antropocentrismo —la idea según la cual solo los seres humanos son loci de valor fundamental (Cf. Routley, 1973; Rolston, 1975; Regan, 1981; Pluhar, 1983)—. Así, la ética ambiental es vista como diferente de la ética estándar si, y solo si, puede ser fundada bajo el principio que afirma o presupone que las entidades naturales no-humanas tienen valor independiente del valor humano.

Empezaré sosteniendo que esta equivalencia es equivocada, mostrando que el debate entre antropocentrismo y no-antropocentrismo es mucho menos importante de lo que se supone habitualmente. Una vez que se pone en evidencia una ambigüedad en los términos fundamentales del debate, se hace claro que el no-antropocentrismo no es la única base adecuada para una verdadera ética ambiental (Regan, 1981)3 . Enseguida mantendré que hay otra dicotomía entre individualismo y no-individualismo que sí debe ser considerada crucial para la especificidad de la ética ambiental, y que una ética ambiental exitosa no puede ser individualista, como lo son los sistemas éticos contemporáneos. Por último, examinaré las consecuencias de estas conclusiones para la naturaleza y la estructura de una ética ambiental.

Antes de abordar estos argumentos, necesito clarificar cómo propongo poner a prueba la ética ambiental. Empezaré asumiendo que todo individuo ambientalmente consciente cree que hay un conjunto de comportamientos humanos que daña o podría dañar el medio ambiente. Luego, asumo que estos individuos están de acuerdo en que hay ciertos comportamientos que están sin duda incluidos en ese conjunto. La mayoría de individuos denunciarían, por ejemplo, el almacenamiento descuidado de residuos tóxicos, la sobrepoblación excesiva de humanos en el planeta, la destrucción desenfrenada de especies, la polución del agua y el aire, etc. Otros comportamientos serían más controversiales, pero considero que la tarea inicial al construir una ética ambiental adecuada es la de establecer un conjunto de principios que permitan derivar reglas que proscriban aquellos comportamientos que todos los individuos ambientalmente conscientes consideran destructivos para el medio ambiente. La tarea siguiente, la de refinar una ética ambiental, implicaría desplazarse entre los principios básicos y los comportamientos más o menos controversiales, ajustando los principios o rechazando intuiciones, hasta que se encuentre el mejor acuerdo posible entre los principios y los conjuntos de comportamientos proscritos en beneficio de toda la comunidad ambiental.

En este artículo abordo la cuestión de los principios básicos. Mi objetivo es únicamente el de clarificar qué principios fundamentan (y cuáles no) el gran conjunto de comportamientos sobre los que hay un acuerdo relativo con respecto a su carácter dañino para el medio ambiente. En esta perspectiva, una ética será adecuada si los principios que la componen son suficientes para implicar reglas que proscriben los comportamientos incluidos en ese conjunto. Por esta razón, no busco determinar qué principios son verdaderos, sino cuáles son adecuados para fundamentar nuestras intuiciones compartidas. La pregunta con respecto a la verdad de dichos principios deberá dejarse para otra ocasión.


Antropocentrismo y no-antropocentrismo

En la discusión sobre los fundamentos de la ética ambiental, se le ha dado a la distinción entre antropocentrismo y no-antropocentrismo una importancia más grande que la que merece, porque se ha ignorado una ambigüedad crucial en el término antropocentrismo4 . Filósofos en ambos lados de la controversia aplican este término a las posturas que tratan a los seres humanos como el único loci de valor intrínseco5 . Los antropocentristas son entonces considerados aquellos que creen que cada instancia de valor se origina en una contribución a los valores humanos y que los elementos de la naturaleza solo pueden, por mucho, tener un valor instrumental con respecto a la satisfacción de intereses humanos6 . Hay que notar que el antropocentrismo es definido en referencia a la posición que se toma al respecto del loci del valor. Algunos no-antropocentristas sostienen que los seres humanos son el origen de todos los valores, pero al mismo tiempo pueden designar objetos no-humanos como loci de valor fundamental (Callicott, 1986; Pluhar, 1983).

También se ha vuelto común explicar y poner a prueba las opiniones sobre este punto haciendo referencia a los “ejemplos del último hombre” [“last man”], formulados de la manera siguiente (Cf. Routley, 1973, p. 207; Routley y Routley, 1980, p. 121; y Regan, 1986). Supongamos que un ser humano S es el último miembro vivo de la especie Homo sapiens y que S enfrenta una muerte inminente. La pregunta es: ¿S estaría haciendo algo mal al destruir indiscriminadamente algún objeto X? Se considera que una respuesta positiva a esta pregunta, en el caso de cualquier X no humano, implica el no-antropocentrismo. Cuando la variable X refiera a algún objeto natural, una especie, un ecosistema, una formación geológica, etc., entonces se piensa que las respuestas a esta clase de preguntas determinan si una persona es o no antropocentrista, pues la acción en cuestión no puede dañar a ningún individuo humano. Más precisamente, si es incorrecto destruir X, entonces el carácter incorrecto de la acción debe derivar del daño hecho a X o a algún otro objeto natural; y solo es posible dañar algo si ese algo es un bien en sí mismo, en el sentido de ser un locus de valor fundamental.

Al menos así cuentan la historia. Yo no estoy convencido por estos ejemplos, pues no se ha dicho lo suficiente al respecto de lo que cuenta como un interés humano. Para explorar esta dificultad, introduzco dos definiciones que serán de utilidad. Definiré una preferencia sentida como cualquier deseo o necesidad de un individuo humano que puede ser satisfecha, al menos temporalmente, por alguna experiencia específica del individuo; y una preferencia considerada, cualquier deseo o necesidad que un individuo humano expresaría luego de deliberación cuidadosa, incluyendo un juicio según el cual el deseo o necesidad es consistente con una visión del mundo adoptada racionalmente —una visión del mundo que incluye teorías científicas plenamente fundadas y un cuadro metafísico que interpreta dichas teorías, al igual que un conjunto de ideales morales y estéticos sostenidos racionalmente.

Cuando se asume que los intereses son construidos únicamente a partir de experiencias sentidas, estos son aislados de toda crítica u objeción posible. Las perspectivas económicas a la toma de decisiones a menudo adoptan esta perspectiva, justamente porque evita los “juicios de valor” —los tomadores de decisiones solo tienen que preguntarle a la gente lo que quiere, tal vez corregir la intensidad de estas preferencias, computar aquellas que se satisfacen por diferentes acciones y dejar que la clasificación ordenada de las preferencias que resulta de este proceso implique una decisión.

Una preferencia considerada, por otro lado, es un ideal, en el sentido que solo puede ser adoptada después de que una persona ha aceptado racionalmente una visión del mundo total y ha logrado alterar sus preferencias sentidas para que sean coherentes con esa visión del mundo. Dado que este es un proceso que nunca nadie ha realizado, la referencia a preferencias consideradas es hipotética —estas serían preferencias que un individuo tendría si ciertas condiciones contrafácticas existieran—. No obstante, la referencia a preferencias consideradas es útil precisamente porque es posible distinguir las preferencias sentidas de las consideradas, sobre todo cuando hay argumentos convincentes para decir que las sentidas no son coherentes con algún componente de una visión del mundo digna de sustento racional.

Con esto es posible definir dos formas de antropocentrismo. Una teoría del valor es fuertemente antropocéntrica si toda forma de valor que esta contempla es explicada en referencia a la satisfacción de preferencias sentidas de individuos humanos. Una teoría del valor es débilmente antropocéntrica si toda forma de valor que esta contempla es explicada en referencia a la satisfacción de alguna preferencia sentida de un individuo humano o en referencia a los ideales que constituyen una visión del mundo esencial para determinar preferencias consideradas.

El antropocentrismo fuerte, como está definido aquí, considera las preferencias sentidas incuestionadas de los individuos como las determinantes del valor. En consecuencia, si los humanos tienen un sistema axiológico fuertemente consumista, entonces sus “intereses” (que no serían más que sus preferencias sentidas) dictan que la naturaleza ha de ser explotada. Y dado que no hay forma de revisar las preferencias sentidas de los individuos en el sistema de valor del antropocentrismo fuerte, entonces no existe medio para criticar el comportamiento de individuos que usen la naturaleza simplemente como un depósito de materias primas a ser extraídas y usadas para generar bienes que alimenten las preferencias humanas.

El antropocentrismo débil, por otro lado, reconoce que las preferencias sentidas pueden ser racionales o no (en el sentido en que pueden ser juzgadas no coherentes con una visión del mundo racional). Por consiguiente, el antropocentrismo débil provee una base para la crítica de sistemas de valor que son puramente explotadores de la naturaleza. De esta manera, el antropocentrismo débil pone a disposición dos recursos éticos de suma importancia para los ambientalistas. Primero, en la medida en que los filósofos morales ambientales puedan abogar por una visión del mundo en la que se enfatiza la relación de cercanía entre la especie humana y otras especies de seres vivos, también podrán abogar por ideales de comportamiento humano que resalten la armonía con la naturaleza. Estos ideales serán enseguida la base para criticar preferencias que simplemente explotan la naturaleza.

Y segundo, el antropocentrismo débil, como está aquí definido, también considera valiosas las experiencias humanas que proveen la base para la formación del valor, porque se sitúa valor no solo en las preferencias sentidas, sino también en el proceso de formación de valor que está constituido por la crítica y reemplazo de las preferencias sentidas por otras más racionales. Así se hace posible apelar al valor de las experiencias de objetos naturales y lugares no intervenidos en la formación humana del valor. Y en la medida en que los ambientalistas puedan demostrar que hay valores humanos que son formados e informados por el contacto con la naturaleza, esta toma entonces valor como maestra de valores humanos. De esta manera, la naturaleza no es solo concebida como una mera fuente de satisfacción de valores fijos y habitualmente consumistas, sino que se vuelve también una importante fuente de inspiración en la formación de valor7 .

En la sección final de este artículo desarrollo estas dos fuentes de valor en la naturaleza más detalladamente. Aun así, mi objetivo no es defender estas dos bases de protección del medio ambiente como proposiciones verdaderas al respecto del valor de la naturaleza —esto, como lo dije al principio, es una tarea mayor para otra ocasión—. Mi idea es simplemente que, dentro de los límites que determina el antropocentrismo débil como está aquí definido, existe un cuadro conceptual que permite desarrollar razones poderosas para proteger la naturaleza, y que estas razones, además, no se asimilan a las razones extractivas y explotadoras normalmente asociadas al antropocentrismo fuerte.

El antropocentrismo débil no difiere del fuerte únicamente de manera teórica, sino que su razonamiento puede afectar el comportamiento, lo cual se puede evidenciar aplicándolo a situaciones del tipo último hombre. Supongamos que los seres humanos, por razones racionales o religiosas, deciden vivir acorde a un ideal de máxima armonía con la naturaleza. Supongamos además que este ideal es tomado en serio y que cualquiera que rompa esa armonía (destruyendo especies, contaminando el agua y el aire, etc.) sería juzgado severamente. Este ideal no necesita atribuir valor intrínseco a objetos naturales y las prohibiciones que implica no necesitan ser justificadas a partir de una visión no-antropocéntrica en la que se atribuya valor intrínseco a objetos naturales no humanos; estas prohibiciones surgen simplemente del ideal de armonía con la naturaleza. Este ideal, a su vez, puede ser justificado sobre bases religiosas que refieran al desarrollo espiritual del ser humano o siendo parte íntegra de una visión del mundo defendible racionalmente.

Existen efectivamente ejemplos de visiones del mundo desarrolladas que exhiben estas características. Por ejemplo, los hindús y los jainas, al proscribir matar insectos, etc., muestran preocupación por su propio desarrollo espiritual, más que por la vida de los insectos. De la misma manera, Henry David Thoreau siempre es cuidadoso de no atribuir un valor intrínseco independiente a la naturaleza. Él creía en cambio que la naturaleza expresa una realidad espiritual más profunda y que los seres humanos podemos aprender valores espirituales de ella8 . Pero de esto no se debería concluir que únicamente posiciones orientadas espiritualmente pueden proveer razones al antropocentrismo débil. En un mundo posdarwiniano, se puede dar un sustento racional y científico a una visión del mundo que incluya el ideal de armonía con la naturaleza, pero que no implique atribuirle valor intrínseco.

Perspectivas como estas son débilmente antropocentristas porque refieren únicamente a valores humanos, pero no son fuertemente antropocentristas porque el comportamiento humano es limitado por consideraciones diferentes a la no interferencia con la satisfacción de preferencias sentidas. Desde un punto de vista práctico, la diferencia de comportamiento entre antropocentristas fuertes y débiles es muy importante. La reacción de los antropocentristas débiles a situaciones del último hombre es sin lugar a dudas más cercana a la de los no-antropocentristas que a la de los antropocentristas fuertes. La razón es que ideales como el de vida armoniosa con la naturaleza implican reglas que proscriben la destrucción indiscriminada de otras especies o ecosistemas, aun si la especie humana enfrentara una extinción inminente.

Se podría objetar que posiciones como las que presenté aquí solo aparentan evitar atribuciones de valor intrínseco a la naturaleza y a objetos naturales. Por ejemplo, Tom Regan ha mantenido que posiciones de este tipo hacen una referencia tácita al valor intrínseco de objetos no humanos y que, por consiguiente, no logran constituir una posición puramente antropocentrista en pro de la preservación de la naturaleza. Regan escribe:

Si nos dicen que tratar al medio ambiente de ciertas maneras es una ofensa a un ideal de conducta humana, entonces no se nos está dando una posición alternativa o inconsistente con la idea según la cual los objetos no conscientes tienen valor por sí solos. La objeción fatal que encuentra el argumento de ofensa contra un ideal es que, en lugar de ofrecer una alternativa a la idea del valor inherente de objetos no conscientes, este la presupone9 . (Regan, 1981, pp. 25-26)

Antes de esta conclusión, Regan avanza tres proposiciones destinadas a respaldarla:

La idea de una manera correcta de actuar en relación con X, claramente compromete a considerar X como teniendo valor… un ideal que nos exhorta a no actuar de una cierta manera al respecto de X, pero que a la vez niega que X tenga algún valor, es ininteligible o inútil. En pocas palabras, los ideales implican el reconocimiento del valor de aquello hacia lo cual se actúa. (Regan, 1981, p. 25)

Las tres proposiciones de Regan, sin embargo, son falsas o no logran respaldar su conclusión. Si el valor al cual refieren incluye tanto el valor intrínseco como el instrumental, entonces las proposiciones son verdaderas, pero no respaldan la conclusión —según la cual todo ideal de conducta humana implica valor intrínseco del objeto protegido por el ideal—. Los ideales al respecto de mi trato con el caballo de mi vecino (concebido como propiedad privada) implican únicamente que el caballo tiene un valor instrumental, no intrínseco. Si, por el otro lado, Regan considera que las tres proposiciones refieren exclusivamente al valor intrínseco, entonces las tres son claramente falsas. Puedo aceptar que hay una manera correcta de actuar en relación con el caballo de mi vecino, sin asimismo aceptar algún compromiso de acordarle un valor intrínseco, y haciendo esto no estaría comprometido con algo ininteligible o inútil. No necesito reconocer un valor intrínseco del caballo; sí puedo, por otro lado, reconocer el valor intrínseco de mi vecino y su preferencia por que el caballo no sea lastimado.

El ejemplo del caballo representa un contraejemplo al argumento de Regan, mostrando así que su argumento no es sólido, y lo hace haciendo referencia al valor instrumental del caballo para la satisfacción de preferencias humanas. Pero entonces no aborda directamente la pregunta de si hay ideales de protección ambiental aceptables bajo fundamentos débilmente antropocéntricos. Los ejemplos mencionados, sin embargo, sí cumplen esta función. El hindú, el jaina o el seguidor de Thoreau recurren a ideales para mejorar la espiritualidad humana y pueden justificar esos ideales sin necesidad de atribuir valor intrínseco a los objetos protegidos. Es de notar, además, que el carácter espiritual de estos ejemplos no es esencial. Si ideales de comportamiento humano son justificados y considerados partes integrantes de una visión del mundo aceptada racionalmente desde una perspectiva humana, entonces estos ideales también escapan al argumento de Regan: pueden recomendar la protección de la naturaleza como un objetivo hacia el cual esforzarse sin atribuirle valor intrínseco.

A esto podemos agregar que el antropocentrismo débil no colapsa en antropocentrismo fuerte. Esto ocurriría si la dicotomía entre preferencias e ideales fuera indefendible. En particular, si todos los valores pudieran a la larga ser interpretados como la satisfacción de preferencias, entonces los ideales serían simplemente preferencias humanas. La controversia sobre este punto recuerda una discusión de los primeros utilitaristas. John Stuart Mill, por ejemplo, mantenía que, dado que los placeres altos son la fuente de mayores satisfacciones, entonces solo hay una única escala de valor —la satisfacción de preferencias (Mill, Utilitarianism, cap. 2)—. Pero el hecho de que la satisfacción de preferencias sea la única medida del valor humano es precisamente lo que los antropocentristas débiles deben negar y en cambio deben considerar a los ideales humanos suficientemente sólidos para imponerse como límites a la satisfacción de preferencias. No es entonces sorprendente que los antropocentristas débiles rechacen la posición reduccionista popular entre los utilitaristas. Es justamente el rechazo de este reduccionismo que les permite crear un camino entre el antropocentrismo fuerte y el no-antropocentrismo. Por supuesto, la postura antirreduccionista es un compromiso que tanto los antropocentristas débiles como los no-antropocentristas comparten: ambos creen que hay valores distintos de la satisfacción de preferencias humanas, rechazando así la reducción de ideales a preferencias. Donde difieren es en saber si la justificación de esos ideales debe recurrir al valor intrínseco de objetos no humanos.

El antropocentrismo débil es así una posición atractiva para los ambientalistas. No requiere usar ideas radicales y difíciles de justificar al respecto del valor intrínseco de objetos no humanos, y, al mismo tiempo, funda un marco conceptual para establecer obligaciones que van más allá de la satisfacción de preferencias humanas. Permite así desarrollar argumentos para mostrar el carácter injustificado de las actitudes consumistas actuales hacia la naturaleza, porque estas no encuentran su lugar en una visión del mundo racionalmente aceptable, todo esto sin implicar el valor intrínseco de no humanos. Y puede igualmente enfatizar el valor de la naturaleza en la formación de preferencias (más que en su satisfacción), en la medida en que estas pueden ser modificadas en el proceso de construir una visión del mundo racionalmente aceptable y consistente.


Individualismo y no-individualismo

Si bien el desarrollo de una axiología no-antropocéntrica basada en el valor intrínseco de entidades no humanas representa aún una empresa filosófica interesante, la distinción y los argumentos presentados anteriormente son suficientes para convencerme de que la dicotomía sobre la cual se basa esta axiología tiene menos importancia para la naturaleza de la ética ambiental de lo que se piensa habitualmente. En particular, no veo razón para pensar que, si la ética ambiental es distintiva, su especificidad derive de la necesidad de recurrir al valor intrínseco de objetos no humanos. Una vez que las dos formas de antropocentrismo son diferenciadas, se entiende que de una de ellas, el antropocentrismo débil, es posible derivar una ética ambiental satisfactoria. Si esto es cierto entonces aquellos autores que consideran que la particularidad de la ética ambiental se encuentra en la idea del valor intrínseco de la naturaleza o de los objetos naturales están equivocados.

Aun así, hay razones para pensar que una ética ambiental satisfactoria sí es distintiva de alguna manera. En esta sección sostengo que ninguna ética ambiental exitosa puede ser derivada de un base individualista, así los individuos en cuestión sean humanos o no. Y dado que la mayoría de sistemas éticos contemporáneos son fundamentalmente individualistas, entonces una ética ambiental satisfactoria sí sería distintiva, no por ser necesariamente no-antropocéntrica, como muchos filósofos ambientales han sostenido o asumido, sino por ser no-individualista.

Las teorías éticas contemporáneas estándar, al menos en los Estados Unidos y en Europa occidental, son fundamentalmente individualistas. Con esto quiero decir que incorporan prohibiciones de comportamiento derivadas del principio según el cual las acciones no deben perjudicar a otros individuos. Los utilitaristas derivan reglas éticas del principio general según el cual todas las acciones deben promover la mayor felicidad posible para el mayor número posible de individuos. Esto significa que las acciones (o reglas) son juzgadas legítimas o no según el mayor bien (o menor daño) que generan para individuos. En esta perspectiva, se le atribuye prima facie un valor a la satisfacción de los intereses de cada individuo. Algunos de estos intereses no han de ser satisfechos únicamente en caso de que la información disponible indique que algún interés mayor, o un conjunto mayor de intereses de uno o más individuos, no pueda ser satisfecho simultáneamente. De esta manera, el principio utilitarista, junto con predicciones empíricas al respecto de las consecuencias de las acciones para los individuos, separa las acciones que maximizan la felicidad de aquellas que no lo hacen. Aquí lo importante es que la unidad básica de valor para los utilitaristas es la satisfacción de intereses individuales. En este sentido, el utilitarismo (sea de acto o de regla) es fundamentalmente individualista10.

Los deontólogos contemporáneos derivan prohibiciones éticas de derechos individuales y de obligaciones de proteger esos derechos11. Ciertos individuos hacen reivindicaciones, y cuando estas entran en conflicto con las hechas por otros individuos, entonces son juzgadas legítimas o ilegítimas según el conjunto de reglas éticas diseñadas para tomar ese tipo de decisiones. A pesar de que dichas reglas son en esencia la constitución de un sistema de justicia y equidad, estas juzgan entre reivindicaciones de individuos. En consecuencia, la deontología moderna es fundamentalmente individualista12. Por consiguiente, tanto el utilitarismo como la deontología moderna son fundamentalmente individualistas en la medida en que se preocupan principalmente por los intereses y las reivindicaciones de individuos.

Una característica de las reglas en ética ambiental es que deben prohibir comportamientos actuales que tienen un efecto tanto en el presente como en el futuro. Por ejemplo, el almacenamiento de desechos radiactivos con una semivida de miles de años en contenedores que se deterioran en apenas unos siglos debe ser prohibido por una ética ambiental adecuada —esto aun si dicha acción provee los mayores beneficios y no daña a ningún individuo vivo actualmente—. Lo mismo sucede con el crecimiento demográfico humano. Si las generaciones por venir continúan con este crecimiento, se generará una situación de sobrepoblación severa y este es un comportamiento que afectará negativamente el futuro del medio ambiente. Por consiguiente, el comportamiento reproductivo humano debe ser gobernado por una ética ambiental adecuada. Está claro entonces que una ética ambiental adecuada debe prohibir actividades actuales que tendrían efectos negativos en el medio ambiente futuro.

Ya he mantenido extensamente que una paradoja, planteada por Derek Parfit, impide que los ya definidos sistemas éticos individualistas gobiernen decisiones actuales en referencia a sus efectos sobre individuos futuros (Cf. Parfit, 1983)13. Brevemente, según este argumento, ningún sistema ético construido exclusivamente sobre la atribución de intereses a individuos presentes y futuros puede gobernar decisiones actuales y sus efectos sobre individuos futuros precisamente porque las decisiones ambientales actuales determinan qué individuos existirán en el futuro. El argumento de Parfit señala que las decisiones actuales al respecto del consumo humano determinan cuántos y qué individuos nacerán en el futuro. Bajo una política de crecimiento demográfico rápido y de alto consumo, en un siglo existirán individuos diferentes de aquellos que existirían si la generación actual adoptara una política de bajo crecimiento y consumo moderado.

Asumamos, como lo hacen la mayoría de ambientalistas, que una política de alto crecimiento y consumo desmesurado dejará al futuro con una calidad de vida más baja que una política de consumo más moderado. Los individuos que nacen como resultado de las políticas de crecimiento desmesurado no pueden reclamar que hubieran estado mejor si otras políticas hubieran sido adoptadas —precisamente porque esos mismos individuos no hubieran existido con la adopción de políticas moderadas—. De esta manera, la paradoja de Parfit muestra que la política actual no puede ser dirigida en referencia al daño hecho a los intereses de individuos futuros, porque estas determinan quiénes serán esos individuos y qué intereses tendrán. En consecuencia, los intentos por dirigir los comportamientos que afectan el futuro lejano no pueden recurrir a los intereses individuales de personas futuras dado que la existencia misma de ellos es incierta, al menos hasta que se tomen todas las decisiones pertinentes.

Todos los individuos conscientes ambientalmente comparten la intuición de que es necesario prohibir ciertos comportamientos que pueden tener efectos negativos en el futuro lejano (y no en el presente). Por esta razón, las reglas de la ética ambiental no se pueden derivar de los sistemas éticos individualistas en boga. Notemos que mi argumento sobre el individualismo no asume que únicamente los individuos humanos puedan hacer reivindicaciones o tengan intereses y derechos. Los individuos no humanos futuros son igualmente afectados por las políticas humanas de consumo y reproducción. En consecuencia, la expansión del número de individuos que tienen derechos o preferencias no afecta en nada el argumento. En ningún caso, ningún sistema ético individualista, sin importar qué tan extendida es la categoría de individuos a la cual refiere, puede ofrecer una guía ética sobre la política ambiental actual.



Una propuesta para una ética ambiental antropocéntrica adecuada

Los argumentos de la última sección son sorprendentemente simples y generales. Sin embargo, si son sólidos, explican bien la intuición general que nos sugiere que la ética ambiental es distintiva —si bien no de la manera habitualmente asumida—. Hasta este punto, todas mis conclusiones han sido negativas: he mantenido que una ética ambiental adecuada no necesita ser no-antropocéntrica y que no debe limitarse a considerar intereses individuales. Pero de estas conclusiones emerge una nueva vía para la ética ambiental: una ética débilmente antropocéntrica —en la que el loci de todo valor se sitúa en lo humano— y no-individualista, en la medida en que el valor no se restringe a la satisfacción de preferencias sentidas de individuos humanos. Dicho de otra manera, los argumentos anteriores realizan dos cosas: i) establecen la posibilidad de una ética ambiental débilmente antropocéntrica, y ii) restringen negativamente dicha ética al eliminar la posibilidad de que sea puramente individualista.

No busco demostrar que los principios éticos que presenté son correctos o que son los únicos principios adecuados a disposición. Mi objetivo es en cambio presentar una alternativa de ética ambiental que sea válida y adecuada, como ninguna ética puramente individualista y fuertemente antropocéntrica puede ser, evitando a la vez toda referencia a la idea, difícil de defender, del valor intrínseco de objetos no-humanos.

Empiezo con una analogía. Supongamos que un individuo extremadamente adinerado deja en su testamento un gran fondo “a ser administrado para el bienestar económico de mis descendientes”. A lo largo de los años, descendientes nacerán y morirán, y la clase de los beneficiarios cambiará con el tiempo. Supongamos igualmente que los familiares se distancian y se tornan muy conflictivos. En este caso, pueden surgir dos tipos de controversias al respecto del fondo, cada una con su propia lógica. En primer lugar, podría haber problemas al respecto de la distribución equitativa de los bienes del fondo. Algunos descendientes pueden reclamar que otros descendientes no tienen derecho a partes enteras, a razón de que son, o provienen de, una descendencia ilegítima de un miembro de la familia, o se podría debatir que hijos adoptados puedan ser incluidos en los términos del testamento. En segundo lugar, podría haber problemas al respecto de la administración del fondo, sobre qué tipo de inversiones son “buenas”. ¿Deberían todas las inversiones ser seguras, así asegurando ingresos continuos pero menores? ¿Podría el capital base del fondo usarse en años en los que el ingreso es inusualmente bajo? ¿Podría una generación simplemente gastar todo el capital base, dividiéndolo equitativamente entre sí, sin mostrar ninguna preocupación por la descendencia futura?

Aplicando esta analogía de manera evidente, diría que las cuestiones éticas sobre el medio ambiente se dividen entre aquellas que conciernen la distribución equitativa intrageneracional y aquellas que conciernen problemas intergeneracionales a largo plazo. Si los argumentos de la tercera sección son correctos, entonces las segundas no son reducibles a las primeras y tampoco tienen la misma lógica. Sería legítimo asumir que muchas problemáticas ambientales, como no ambientales, pueden resolverse como problemas de distribución equitativa. Si un propietario contamina un río que corre por su propiedad, esta acción genera una problemática de equidad entre él y sus vecinos río abajo14. Y se puede asumir que estos problemas morales (ambientales) son resolubles a partir de las mismas categorías y reglas de la ética estándar individualista que los problemas no ambientales.

Pero en ética ambiental también hay muchos cuestionamientos que son análogos a las preguntas alrededor de la administración de un fondo a lo largo del tiempo. Los suelos, el agua, los bosques, el carbón, el petróleo, etc. son análogos al capital base del fondo. Si se agotan, se destruyen o se degradan, entonces ya no proveerán beneficios. Los ingresos del fondo proveen una analogía para los recursos renovables. Mientras el recurso productivo (análogo al capital de base del fondo) esté intacto, se puede esperar un flujo constante de beneficios.

Uno de los aspectos que hace distintiva a la ética ambiental es su preocupación por la protección de recursos básicos de manera indefinida a lo largo del tiempo. La paradoja de Parfit muestra que la referencia a los individuos y a la obligación de no dañar otros individuos sin justificación no puede responder a esta preocupación. Las obligaciones son análogas a aquellas que acepta un individuo cuando es encargado de la administración del fondo. A pesar de que las decisiones que toma el administrador afectan a individuos y su bienestar, la obligación es hacia la integridad del fondo, no de los individuos. Y aunque podríamos estar tentados a decir que la obligación del administrador es hacia individuos que nacerán en el futuro y que aún no conocemos, esta perspectiva también representa un error pues no percibe la profundidad de la paradoja de Parfit. Supongamos que todos los miembros de una generación de la familia firman un acuerdo por el cual renuncian a tener descendientes y convencen así al administrador de dividir el capital base del fondo de forma equitativa entre ellos. Puede que esto sea coherente con los términos del fondo, pero muestra que el administrador no se puede guiar por concepciones abstractas de “individuos futuros” en sus decisiones. Cuando decisiones administrativas presentes se mezclan con cuestiones aún no decididas que afectan la existencia futura de individuos, es imposible referir a esos individuos para tomar estas decisiones.

Supongamos que una generación entera de la especie humana decide esterilizarse, permitiéndose así consumir libremente sin miedo a perjudicar a individuos futuros. ¿Estarían ellos haciendo un mal? La respuesta es sí15; la continuidad de la especie humana es algo bueno, porque un universo que contenga consciencia humana es preferible a uno que no la contenga16. Esta reivindicación de valor implica que las generaciones presentes deben preocuparse por las generaciones futuras. Deben tomar decisiones para impedir la extinción de la especie, y deben proveer una base de recursos razonable y estable para que las generaciones futuras no sufran grandes carencias. Estas son las bases de las reglas de administración ambiental —análogas a las reglas para administrar un fondo—. No tienen como punto de referencia a individuos o intereses individuales, pero sí manejan comportamientos que afectarán a individuos futuros.

Dicho esto, ahora es posible esbozar una ética ambiental débilmente antropocéntrica y no-individualista. Esta ética tiene dos niveles: el primero, el nivel distributivo, tiene como principio que no se debe dañar a otros individuos humanos de manera injustificada. Este principio se basa en la hipótesis según la cual las preferencias sentidas, es decir los deseos que ocurren en la conciencia humana, tienen todos prima facie el mismo valor. Las reglas para el trato justo se derivan así del principio de no daño y prescriben el trato equitativo de los individuos, bien sea al respecto de beneficios obtenidos del medio ambiente o de otras fuentes. Dado que a este nivel no hay nada distintivo en las prescripciones y proscripciones ambientales —es decir que su naturaleza no difiere de otras problemáticas de equidad individual— no las discutiré más aquí.

En el segundo nivel, sin embargo, las decisiones no se pueden basar sobre consideraciones individuales. Llamaré a este el nivel de “asignación”. El valor central atribuido a la consciencia humana no es el resultado del agregado de valor de las consciencias individuales. En particular, dado que las consciencias individuales no pueden identificarse o contarse con anterioridad a la toma de decisiones sobre la asignación de recursos, entonces el valor de la continuidad de la consciencia humana no puede derivarse del valor de las consciencias individuales17. Por consiguiente, en este nivel, las obligaciones, que podemos llamar “obligaciones generalizadas”, no se dirigen hacia ningún individuo en particular. Estas son obligaciones de las generaciones presentes de mantener un flujo constante de recursos hacia el futuro indefinidamente. En consecuencia, las obligaciones se establecen sobre los recursos que son necesarios para la continuidad de la vida humana y no sobre necesidades individuales. La perspectiva individual determina deseos y necesidades, y luego busca medios para satisfacerlos. En cambio, desde una perspectiva no-individualista, los recursos representan el medio para el sostenimiento de la vida. El interés por el flujo continuo de recursos asegura que las fuentes de bienes y servicios como los ecosistemas, los suelos, los bosques etc., permanezcan “sanos” y no se deterioren. De esta manera, varias opciones quedan disponibles, y las necesidades razonables de individuos por bienes y servicios pueden ser satisfechas con trabajo razonable, tecnología e ingenio. No obstante, el énfasis de este interés permanece no-individualista, dado que no se concentra en la satisfacción de necesidades específicas, sino en la integridad y salud continua de los ecosistemas, concebidos como entidades holísticas.

Si bien este interés a largo plazo implica que la estabilidad de la base de recursos debe ser protegida, esto no es lo mismo que la estabilidad ecológica. Saber qué significa la estabilidad de los ecosistemas es un tema controversial. Además, hay opiniones divergentes al respecto de las acciones necesarias para proteger la estabilidad ecológica. Por ejemplo, que la diversidad en general promueva o sea necesaria para la estabilidad ecológica es un tema altamente contencioso (Cf. Norton, 1987). Estos debates son demasiado complejos para abordarlos aquí, pero son relevantes. En la medida en que los científicos sepan lo que es necesario para proteger la base de recursos, hay una obligación de actuar acorde con este conocimiento. Sin embargo, si bien hay algunas generalizaciones controversiales como las concernientes a la diversidad y a la estabilidad, hay una gran variedad de reglas menos generales que están bien justificadas y están siendo ignoradas sistemáticamente en la política ambiental. Los ecólogos y gestores ambientales saben que la deforestación de selvas tropicales en pendientes empinadas causa una erosión desastrosa, que el cultivo intensivo de monocultivos genera el empobrecimiento de la capa superficial del suelo y que la sobreexplotación pesquera puede causar composiciones de especies nuevas y mucho menos productivas. Además, cuando no existe suficiente conocimiento, hay una obligación de buscarlo para evitar destrucción no intencionada.

Una ética de la asignación de recursos debe aplicarse a los recursos tanto no renovables, como renovables, y debe implicar una política de población. La obligación general de mantener la estabilidad de la base de recursos a lo largo de las generaciones viene del valor de la consciencia humana e implica que, en lo que concierne a los recursos renovables o sobre los cuales se tiene un interés, las generaciones actuales no deben recolectar más que el rendimiento máximo sostenible. ¿Pero qué implica la estabilidad al respecto de los recursos no renovables? A pesar de que, a primera vista, parece que un suministro estable no se puede alcanzar sino a través de la no utilización de recursos, en realidad este razonamiento se basa en una confusión. No hay una obligación de tener en almacenamiento una cantidad fija de ciertos bienes, pero sí de mantener un nivel estable de bienes disponibles para el uso. Recordemos que el principio ético está dirigido a mantener la posibilidad de consciencia humana, y esta requiere el uso de recursos. Lo que se necesita entonces es garantizar un suministro constante de recursos disponibles para el uso de generaciones futuras. Una vez que formulamos el problema de esta manera, la tecnología humana y la sustituibilidad de los productos se vuelven un tema pertinente. Mientras hagan lo necesario para proveer sustitutos adecuados, los humanos actuales pueden usar los recursos no renovables. Por ejemplo, si la generación actual usa una porción mayoritaria de los combustibles fósiles acumulados, no habrán hecho nada malo si dejan a la generación siguiente una tecnología capaz de extraer energía de fuentes renovables como el sol, el viento o las corrientes oceánicas18. Hay, en efecto, intercambios importantes entre los recursos renovables y no renovables.

También es de notar que este sistema implica un principio demográfico: el nivel de población en una generación dada debe estar determinado por las condiciones de estabilidad del flujo de recursos. Esta determinación se haría con base en una evaluación de a) qué número de personas es coherente con el rendimiento máximo sostenible de los recursos renovables y b) qué número de personas es coherente con un nivel de uso de recursos no renovables que no supere la habilidad de la tecnología existente para producir sustitutos adecuados. Un principio demográfico sigue de esta noción de estabilidad. En esta perspectiva, no es necesario identificar individuos futuros, ni preocuparse por los bienes de individuos posibles. La obligación se limita a mantener el rendimiento máximo sostenible coherente con la estabilidad del flujo de recursos. El principio demográfico establece una política poblacional para toda una generación basándose en la capacidad de carga del medio ambiente. Las cuestiones al respecto de quién debería tener hijos y cuántos hijos cada individuo puede tener en una generación dada pueden tratarse como problemas de equidad interpersonal entre los individuos existentes de una generación.

Las obligaciones éticas que constituyen una ética de la asignación son simplemente aquellas que se derivan de un único valor: la continuidad de la consciencia humana. Sin embargo, estas obligaciones en general no establecen específicamente qué se debe hacer: solo demandan acciones necesarias para mantener un flujo estable de recursos de manera indefinida en el tiempo. En este caso, el conocimiento científico puede, en principio, indicar acciones específicas para satisfacer estas obligaciones. La evidencia científica es ya suficiente para mostrar que muchas prácticas comunes violan actualmente, directa o acumulativamente, esas obligaciones y serían, según este sistema, inmorales. Pero también hay áreas en donde el conocimiento científico es insuficiente para determinar si una práctica es destructiva y en qué sentido. En ese caso la obligación es ser precavidos y actuar para obtener la información necesaria.

Si bien la ciencia tiene un papel crucial en dicho sistema, este no es naturalista, pues no deriva obligaciones morales de enunciados puramente científicos. El punto central de todas las obligaciones de individuos presentes hacia el futuro es el deber de perpetuar el valor de la consciencia humana. La ciencia ayuda a clarificar y precisar las obligaciones específicas que fluyen de esta obligación central —pero no la sustenta.



Conectando los dos niveles

La ética aquí propuesta comporta dos niveles. El primero concibe como principio central de valor la equidad prima facie de las consideraciones sentidas de individuos humanos. El segundo concibe como principio central de valor la continuidad de la vida y la consciencia humana. Por supuesto, las reglas y los comportamientos que se justifican a cada nivel pueden entrar en conflicto. Si las preferencias sentidas son excesivamente consumidoras, entonces el futuro de la vida humana puede verse amenazado. Y de manera inversa, es posible imaginar situaciones en las que la preocupación por el futuro de la especie humana lleve a tomar medidas draconianas que amenacen la vida o el bienestar de individuos en el presente, limitando así la satisfacción de preferencias sentidas. A pesar de esto, dado que el antropocentrismo débil reconoce las diferencias importantes entre preferencias consideradas y sentidas, es posible decidir sobre estas disputas.

El conflicto más común y por el cual temen en la actualidad la mayoría de ambientalistas se genera cuando preferencias sentidas excesivamente consumidoras causan una seria sobreexplotación de la naturaleza y amenazan así la base de recursos necesarios para la continuidad de la vida humana. Este conflicto se puede resolver tomando en cuenta los ideales humanos. Por ejemplo, si nuestra visión del mundo contiene como ideal la continuidad de la vida y la consciencia humanas, entonces las preferencias sentidas en cuestión serán juzgadas irracionales, en la medida en que son inconsistentes con un importante ideal ético. De la misma manera, si una visión del mundo racional que reconoce que la especie humana evolucionó a partir de otras formas de vida incluye un ideal de armonía con la naturaleza, entonces este puede funcionar igualmente para criticar y alterar preferencias sentidas. Incorporando principios e ideales ecológicos al respecto del trato adecuado de la naturaleza en una visión del mundo racional y justificada, los antropocentristas débiles pueden desarrollar extensos recursos para criticar preferencias sentidas de individuos humanos que amenacen la estabilidad y armonía ambiental.

Se puede argumentar que la experiencia de la naturaleza es esencial para construir una visión del mundo racional. De la misma manera, la comprensión científica de la naturaleza parece ser esencial para la construcción de esta visión del mundo. Y no sería muy sorprendente si analogías, símbolos y metáforas extraídos de la naturaleza proporcionaran también una guía esencial al escoger ideales éticos y estéticos (Cf. Sagoff, 1974; Rolston, 1979; Norton, 1987). De esta manera, otras especies y lugares no intervenidos tendrían así un gran valor para los humanos, no solo por la manera en que satisfacen las preferencias sentidas humanas, sino también por cómo ayudan a iluminar esas preferencias. Una vez que se reconoce la distinción entre preferencias sentidas y consideradas, la naturaleza asume un rol fundamental, informando nuestros valores al contribuir a la formación de una visión del mundo racional —el criterio mismo a partir del cual las preferencias sentidas son criticadas.



Ética ambiental y valor intrínseco

Los conflictos que existen entre los niveles de distribución equitativa y de asignación requieren discusión y debate cuidadoso. Pero estos pueden realizarse sin recurrir a la noción de valor intrínseco de objetos naturales no humanos. El valor de la continuidad de la consciencia humana y las reglas que esta implica para la asignación de recursos puede servir de base a la crítica de las preferencias sentidas, consumidoras y explotadoras. Además, ideas como la de armonía humana con la naturaleza o la afinidad evolutiva de la especie humana con otras especies pueden servir para fortalecer la visión del mundo necesaria para la crítica de los comportamientos ambientalmente destructivos de la actualidad.

Cuando hablo de una ética ambiental, me refiero entonces, primero, a las reglas de distribución equitativa que guían los comportamientos relativos al uso del ambiente por los seres humanos, y, segundo, a las reglas de asignación que afectan a largo plazo la salud de la biosfera como una unidad orgánica funcional. Sin embargo, una ética ambiental es más que estas reglas: también consiste en los ideales, valores y principios que constituyen una visión racional del mundo al respecto de la relación de la especia humana con la naturaleza. En estos elementos se encuentran las bases para evaluar las reglas de la acción correcta y para criticar las preferencias sentidas actuales. La experiencia de la naturaleza es una parte esencial del proceso de formación y aplicación de estos ideales y es, por consiguiente, un elemento central de la ética ambiental aquí descrita.

Algunos no-antropocentristas, como J. Baird Callicott, han desarrollado detalladamente ideas como la afinidad humana hacia otras especies, y han concluido que es racional que los humanos “atribuyan” valor intrínseco a otras especies con base en nuestros sentimientos afectivos hacia ellas (Callicott, 1986)19. Pero si, como lo he defendido, un sentido de armonía con la naturaleza, apropiadamente ligado a nuestra visión del mundo, sirve para corregir preferencias sentidas, entonces también se puede aprovechar para alinear las preferencias sentidas con las exigencias de la asignación de recursos —y esto sin hablar de valor intrínseco—. Por supuesto, dado que los seres humanos, como animales altamente evolucionados, comparten muchas necesidades con otras especies a largo plazo (aire limpio, agua limpia, servicios ecosistémicos etc.), no sería sorprendente que hablar como si la naturaleza tuviera valor intrínseco pudiera ser una guía útil para ajustar preferencias humanas sentidas. Y dado que en la actualidad estas preferencias son demasiado explotadoras y consumidoras para el bien de nuestra propia especie, mostrar preocupación por otras especies que comparten nuestras mismas necesidades a largo plazo puede ser una herramienta útil en una caja de herramientas mucho más grande.

El objetivo de este ensayo ha sido mostrar que no es necesario asumir el cuestionable compromiso ontológico de atribuir valor intrínseco a la naturaleza, dado que el antropocentrismo débil provee un cuadro conceptual adecuado para criticar las prácticas destructivas actuales, incorporar conceptos de afinidad humana hacia la naturaleza y explicar la naturaleza distintiva de la ética ambiental. Todos estos son elementos esenciales en una ética que reconoce la distinción entre preferencias sentidas y consideradas, y que incluye importantes ideales estéticos y éticos. Estos ideales, que pueden ser derivados de fuentes espirituales o de una visión del mundo racionalmente construida, pueden basarse y encontrar su lugar en valores humanos, y aun así son suficientes para proveer el fundamento para criticar las preferencias sentidas excesivamente consumidoras de la actualidad. De esta manera, pueden juzgar entre las preocupaciones éticas por la distribución equitativa en el presente y las inquietudes por la asignación a futuro. Una parte esencial de este juicio es el desarrollo de principios de conducta que respeten la integridad continua de los ecosistemas, considerados totalidades. De esta manera, trascienden las preocupaciones individuales de preferencias sentidas y se concentran en el funcionamiento estable de sistemas continuos. Si todo esto es verdad, entonces la navaja de Occam sin duda es una razón para favorecer el antropocentrismo débil sobre el no-antropocentrismo.



Notas:

1 Profesor emérito de la School of Public Policy del Georgia Institute of Technology. Finalizó su Doctorado en Filosofía en la Universidad de Michigan en 1970. Se especializa en teoría de la sostenibilidad, ética ambiental y políticas ambientales, y ha sido uno de los filósofos más influyentes en estas áreas en los últimos 30 años. Ha escrito numerosas publicaciones, entre las cuales se encuentra Sustainability: A Philosophy of Adaptive Ecosystem Management del 2005. Recientemente, se editó un libro dedicado a su pensamiento: A Sustainable Philosophy—The Work of Bryan Norton, Dordrecht: Springer, 2018.

2 Es doctor en Filosofía de la Universidad Paris-Sorbonne (Paris IV). Ha enseñado en la Corporación Universitaria Minuto de Dios y la Pontificia Universidad Javeriana. Su investigación se enfoca en ética ambiental, filosofía de la ciencia y filosofía de las matemáticas. En el 2017 publicó “Environmental Ethics and Science: Resilience as a Moral Boundary” en el Journal of Agricultural and Environmental Ethics.

3 Regan (1981) distingue “una ética del medio ambiente” de “una ética para el uso del medio ambiente” (p. 20), donde únicamente la segunda reconoce el valor intrínseco (inherente) de los elementos no humanos de la naturaleza. Si los argumentos en este artículo son persuasivos, entonces la distinción de Regan perderá su interés.

4 Mis ideas sobre este tema han sido profundamente influenciadas por discusiones del trabajo de Donald Regan (1986) y J. Baird Callicott (1986).

5 Tomo prestada esta expresión de Donald Scherer (1982).

6 Considero el antropocentrismo como intercambiable con el homocentrismo (Routley y Routley, 1979, pp. 56-57). Routley y Routley muestran que el “chovinismo humano” (antropocentrismo, homocentrismo) es equivalente a la tesis del “dominio” del hombre, que describen como “la idea según la cual la tierra y todo su contenido no humano existe o está disponible para el beneficio del hombre, y para servir sus intereses”.

7 Para una discusión más extensa sobre este tema véase: Sagoff (1974), Rolston (1979) y Norton (1987).

8 Véase Thoreau (1958), la nota de la página 68, por ejemplo, donde Thoreau escribe: “El valor del pozo más pequeño es que al mirar en él vemos que la tierra no es continental, sino insular. Esto es tan importante como que mantenga la mantequilla fría”.

9 Creo que sin generar ninguna discusión se puede igualar el uso de la palabra “inherente” de Regan con mi uso de intrínseco.

10 No quiero decir que los utilitaristas se limitan a tratar los intereses humanos bajo la forma de preferencias sentidas. Ellos adoptan una variedad de interpretaciones de los intereses en relación con la felicidad. Mi punto es que son solo los intereses humanos, independientemente de cómo se determinan, los que sirven como base para el cálculo moral.

11 Califico esta posición como deontología “contemporánea” porque hay una tendencia en el pensamiento de Kant que insiste sobre el carácter abstracto de los imperativos. En cambio, los neokantianos modernos, como Rawls, insisten más sobre la tendencia individualista en Kant, ubicándolo más bien en una tradición contractualista. Aquí me intereso en los deontólogos contractualistas, es decir aquellos que se sitúan claramente en la tradición liberal (estoy en deuda con Douglas Berggren por ayudarme a clarificar este punto).

12 Para una explicación clara de cómo los derechos sirven para adjudicar reivindicaciones individuales, véase Feinberg (1970). Si bien no todos los autores están de acuerdo en que los derechos se originan a partir de una reivindicación, la discusión aquí es inútil. Por ejemplo, mi idea no es inconsistente con la posición de McCloskey (1965) que asocia los derechos a posibilidades o titularidades.

13 Aplico la “paradoja” de Parfit a la ética ambiental en “Environmental ethics and the rights of future generations” (1982b, p. 321), véase dicho ensayo para una discusión más detallada.

14 Claro, con esto no quiero sugerir que una acción como esta no pueda tener efectos a largo plazo, generando así problemáticas del segundo tipo igualmente.

15 Esta respuesta demuestra una diferencia con el caso del fondo familiar –suponiendo que no haya ningún mal en que una generación de la familia decidiera no reproducirse. La diferencia se explica por las obligaciones reproductivas que se generarían en caso de que el futuro de la especie humana estuviera en riesgo. Ahora supongamos que respondemos negativamente a esa misma pregunta, y luego consideramos la posibilidad de que el último individuo humano destruya gratuitamente a las otras especies, los espacios naturales, etc.; aún así yo rechazaría este acto insensato como inconsistente con el buen comportamiento humano, y esto con base en los argumentos débilmente antropocéntricos descritos más arriba.

16 Estoy dispuesto a aceptar las consecuencias lógicas de este juicio de valor: en una situación de extrema reducción de la población humana, todos o algunos individuos tendrían la obligación de reproducirse. Sin embargo, no defenderé esta idea aquí. Creo que se puede defender, pero me interesa más su integración en un sistema ético coherente que su defensa.

17Para una idea muy similar, véase Barry (1978).

18 Por el bien del ejemplo, estoy ignorando otros efectos a largo plazo del uso de combustibles fósiles. Por supuesto, los problemas ligados al efecto invernadero tendrían que ser resueltos igualmente.

19 Véase también Pluhar (1983) para una perspectiva diferente sobre la atribución de valor intrínseco.



Referencias

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