Artículo de Investigación
Vol 3 nº 1
La escuela y la cárcel: ¿fracaso de la prisión y crisis de la escuela?
School and Prison: The Failure of Prison and Crisis of Schools?
Óscar Saldarriaga Vélez1
Recibido: 12/05/2021 Aprobado: 7/06/2021
Resumen
El artículo recorre el problema de las analogías y diferencias entre la prisión y la escuela, un tema agitado desde la década de 1980 en el seno del Movimiento Pedagógico Colombiano, a la luz de ciertas apropiaciones del libro Vigilar y castigar de Michel Foucault. En la segunda parte el texto recoge la tesis foucaultiana sobre el “fracaso de la prisión” (“el fracaso hace parte del funcionamiento del dispositivo disciplinario”) y propone analizar este “fracaso” en el caso de la escuela moderna, a partir de análisis desarrollados en el marco de los trabajos del Grupo de Historia de la Práctica Pedagógica en Colombia.
Palabras clave: escuela, prisión, Foucault.
Abstract
This paper reviews the problem of analogies and differences between prison and school, a heated topic since the 80s within the Colombian Pedagogical Movement, in the light of specific appropriations of Michel Foucault's book Discipline and Punish. The second part of this text considers the Foucauldian thesis on the "failure of the prison" ("failure is part of the functioning of the disciplinary device"). Finally, it proposes to analyze this "failure" in the case of the modern school, based on analyses developed within the framework of the work of the Group for the History of Pedagogical Practice in Colombia.
Keywords:school, prison, Foucault.
1 Historiador, doctor en Filosofía y Letras-Historia de la Université Catholique de Louvain-Bélgica. Profesor titular de la Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias Sociales. Miembro fundador del grupo Historia de la práctica pedagógica en Colombia.
El Movimiento Pedagógico Colombiano (mpc)
Querría comenzar con una anécdota, un recuerdo personal de mis primeros pinitos como practicante foucaultiano, en la década de 1980. Éramos unos pocos jóvenes aprendices, metidos en los archivos históricos colombianos, ensayando usar las herramientas de la Arqueología del saber y Vigilar y castigar que la licenciada Olga Lucía Zuluaga venía apropiando creativamente desde 1975, para emprender la reconstrucción crítica de la historia del maestro, de su saber y de la institución escolar. Unos años después, en 1982, este proyecto académico se formalizaría como Grupo de Investigación de Historia de la Práctica Pedagógica en Colombia (ghpp), que no solo fue un laboratorio académico, sino que se lanzó a la militancia apoyando la eclosión de un movimiento social de los maestros por la recuperación de la pedagogía y del estatuto intelectual del sujeto-maestro. En la actualidad, cuarenta años después, aún continuamos con estos trabajos y luchas (Zuluaga, 1999; Rodríguez, 2002; Noguera, 2005).
Evoco este movimiento levantado por el magisterio colombiano más o menos entre 1982 y 1994 (año de la expedición de la Ley 115 o Ley General de Educación) como una original experiencia de movilización cultural, uno de cuyos logros más creativos fue, a mi ver, la conexión entre un sector de académicos e investigadores universitarios y una abigarrada minga de maestros y maestras de base y de activistas sindicales y políticos, luchando juntos por la reivindicación de su estatuto intelectual como trabajadores de la cultura y productores de saber pedagógico. Para decirlo de forma breve, la apropiación zuluaguiana de la obra de Foucault nació de una intuición vibrante: que los análisis de las relaciones saber/poder de este autor podían abrir un camino frente a la convicción mayoritaria —por parte de académicos y de dirigentes políticos de izquierda— de que el sistema educativo no era sino un aparato de reproducción ideológica y sociológica del sistema capitalista. Esto dejaba al maestro en una extraña alternativa: resignarse, dentro de la escuela, a hacer de idiota útil del régimen y solo ser revolucionario como activista fuera de ella. Pero, en fin, el mpc no es el tema central de este texto, de modo que, sobre esto, remito al lector a los documentos de sus protagonistas (Rodríguez, 2002; Tamayo, 2006; Fecode, 2013) 2, y en especial a la revista fundada como su órgano de difusión, Educación y Cultura, que aún se publica.
Hasta acá el preámbulo y llego al cuento. Ya corrían los años de 1986 y 1987 y, en medio del trabajo de archivo, de las lecturas colectivas de esos textos foucaultianos, endemoniados pero fascinantes, y de la efervescencia del movimiento,salíamos con Olga Lucía Zuluaga, Alberto Echeverri y otros profesores del ghpp, para participar en reuniones y talleres organizados con maestras y maestros en distintos lugares del país. Para uno de estos talleres, se acordó pasar concentrados un fin de semana en un lugar a las afueras de Cali. Olga Lucía, con su dulce sonrisa, nos soltó, literalmente, a un compañero y a mí, a dirigir una de las actividades del día. Asustados ante la responsabilidad y nuestra juventud frente a ese grupo de curtidos “profes”, se nos ocurrió que la más contundente manera de introducirlos en la perspectiva foucaultiana sobre la escuela y el saber pedagógico era desarrollar un ejercicio, casi un juego, sobre un texto de Foucault. Propusimos un fragmento de la “Mesa redonda del 20 de mayo de 1978”, intervención pública del autor de Vigilar y castigar como parte del debate que le levantó un grupo de eminentes historiadores ante las tesis y métodos “extraños” sostenidos en este libro fundador 3. He aquí ese fragmento:
Michel Foucault: Voy a intentar responder a las preguntas que me han hecho a propósito de la prisión. Ustedes se preguntan si ha sido una cosa tan importante como yo pretendo, y si permite explicar con claridad el sistema penal. Yo no he querido decir que la prisión fuera el núcleo esencial de todo sistema penal; tampoco digo que fuera imposible abordar los problemas de la penalidad —y con más motivo de la delincuencia en general— por otros caminos que el de la prisión. Me ha parecido legítimo tomar la prisión como objeto por dos razones. En primer lugar, porque hasta ahora había sido bastante descuidada en los análisis; cuando se quería estudiar los problemas de la “penalidad” —término confuso, por otra parte—, se elegían preferentemente dos caminos: bien el problema sociológico de la población delincuente, bien el problema jurídico del sistema penal y de su fundamento. La práctica misma del castigo solo había sido estudiada por Kirscheimer y Rusche (1939), en la línea de la Escuela de Frankfurt. Es cierto que ha habido estudios sobre las prisiones como instituciones; pero muy pocos sobre el encarcelamiento como práctica punitiva general en nuestras sociedades.
Tenía una segunda razón para estudiar la prisión: retomar el tema de la genealogía de la moral, pero siguiendo el hilo de las transformaciones de lo que podríamos llamar las “tecnologías morales”. Para entender mejor lo que se castiga y por qué se castiga, plantear la pregunta: ¿cómo se castiga? De este modo, no hacía más que seguir el camino tomado respecto a la locura: en lugar de preguntarse lo que, en una época determinada, se considera como locura y lo que se considera como no-locura, como enfermedad mental y como comportamiento normal, preguntarse cómo se opera la división. Procedimiento que considero que aporta, no digo toda la luz posible, pero sí una forma de inteligibilidad bastante fecunda. (Foucault, 1982, p. 57)
Lo que hicimos entonces en medio de lecturas en grupo y debates plenarios, lo propongo ahora al lector: el juego consiste en remplazar los términos de prisión, encarcelamiento, penalidad y términos afines, por términos del universo de la educación. Los noveles talleristas esperábamos que esto les diera a los maestros un resultado como el siguiente:
Voy a intentar responder a las preguntas que me han hecho a propósito de la prisión ESCUELA. Ustedes se preguntan si ha sido una cosa tan importante como yo pretendo, y si permite explicar con claridad el sistema penal EDUCATIVO. Yo no he querido decir que la prisión ESCUELA fuera el núcleo esencial de todo sistema penal EDUCATIVO; tampoco digo que fuera imposible abordar los problemas de la penalidad ESCOLARIDAD —y con más motivo de la delincuencia JUVENTUD en general— por otros caminos que el de la prisión ESCUELA. Me ha parecido legítimo tomar la prisión ESCUELA como objeto por dos razones. En primer lugar, porque hasta ahora había sido bastante descuidada en los análisis; cuando se querían estudiar los problemas de la “penalidad” “EDUCACIÓN” —término confuso, por otra parte— se elegían preferentemente dos caminos: bien el problema sociológico de la población ESCOLARIZABLE delincuente, bien el problema PEDAGÓGICO jurídico del sistema EDUCATIVO penal y de su fundamento. La práctica misma del castigo ENSEÑAR solo había sido estudiada por […] Kirscheimer y Rusche, en la línea de la Escuela de Frankfurt. BOURDIEU Y LOS TEÓRICOS DE LA ESCUELA COMO “REPRODUCCIÓN CAPITALISTA”. Es cierto que ha habido estudios sobre las prisiones ESCUELAS como instituciones; pero muy pocos sobre el encarcelamiento LA ESCOLARIZACIÓN como práctica PEDAGÓGICA general en nuestras sociedades.
Tenía una segunda razón para estudiar la prisión ESCUELA: retomar el tema de la genealogía de la moral, pero siguiendo el hilo de las transformaciones de lo que podríamos llamar las “tecnologías morales”. Para entender mejor lo que se castiga ENSEÑA y por qué se castiga ENSEÑA, plantear la pregunta: ¿cómo se castiga ENSEÑA? De este modo, no hacía más que seguir el camino tomado respecto a la locura: en lugar de preguntarse lo que, en una época determinada, se considera como locura y lo que se considera como no-locura, como enfermedad mental y como comportamiento normal, preguntarse cómo se opera la división (ENTRE LO EDUCABLE Y LO NO EDUCABLE). (Foucault, 1978, p. 57)
Antes de avanzar en el análisis de este ejercicio, debo contar el final de la anécdota. Las maestras y maestros que asistieron al taller de Cali, como escolares bien adiestrados, hicieron la tarea tal como se les había pedido, esto es, tal como creían que los “profesores” esperábamos, y tal como tenían la costumbre de hacer: “hacerle la tarea” a las miríadas de inspectores, evaluadores, asesores, interventores y toda la fauna que a diario llega a la escuela a pedir cada vez más datos, formatos y evidencias. Recogimos los escritos de los grupos, e hicimos la retroalimentación colectiva, que se concentró en cuáles serían los términos más apropiados para hacer el intercambio entre el sistema escolar y el sistema penitenciario.
De inmediato notamos que el ánimo de los asistentes estaba lejos de transmitir convencimiento y mucho menos liberación. Terminamos la actividad y vimos a las maestras y maestros salir con un aire cabizbajo y hasta disgustado. Tampoco nosotros esperábamos este efecto, y quedamos igualmente incómodos. Solo un tiempo después caímos en cuenta de la estupidez cometida: encima de todos los problemas que los maestros tenían que afrontar, habían venido unos imberbes universitarios a hacerles sentir, poco más o menos, que sus escuelas no eran muy diferentes de las cárceles, que los chicos eran potenciales sospechosos, que los profes mismos eran los carceleros y que la enseñanza y la pedagogía eran medios de corrección y disciplinamiento. Pensamos que si el análisis foucaultiano tenía razón (Foucault, 1975, pp. 142-143), lo que habíamos hecho era hurgar en la herida y deprimirlos más. Pero, pronto cambiamos la pregunta: ¿qué habíamos entendido mal de la teoría o qué parte de la teoría no era útil para el movimiento pedagógico y para la vida diaria de los maestros en sus instituciones? Tuvimos que tragarnos el sentimiento de vergüenza y frustración y convertirlo en la pregunta de largo aliento que nos ha llevado a pensar reiteradamente sobre las cuestiones abiertas por aquel ejercicio: sin abandonar la lúcida senda de Vigilar y castigar, pero situados desde la apuesta política e intelectual del magisterio colombiano, ¿cómo entender las semejanzas y las diferencias entre la escuela y la cárcel…?
La respuesta implica precisar varios conceptos claves del análisis genealógico: en primer lugar, cuáles son, según Foucault, los rasgos que especifican el funcionamiento del “poder disciplinario”; en segundo lugar, y aceptando el carácter disciplinario común a ambos archipiélagos institucionales, entender qué diferencia introducen las prácticas de saber en cada una de ellas; y, en tercer lugar, qué significa la tesis foucaultiana del fracaso de la prisión y qué implicaciones tendría para la escuela.
Notas:
2. Ver también: https://es.wikipedia.org/wiki/Movimiento_Pedag%C3%B3gico_en_Colombia
3. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión había sido publicado en 1975. Desde su mismo título —que Foucault concibió más como ironía que como denuncia— se empezaron a producir malentendidos entre historiadores y juristas, hasta el punto de que Foucault fue prácticamente citado a un tribunal académico a rendir cuentas sobre su libro. El debate se dio durante un año y los textos producidos fueron recopilados en la obra La imposible prisión, debate con Michel Foucault, publicada en 1978 y traducida al español, parcialmente, en 1982.
El sustrato común: el dispositivo disciplinarios
¿Puede extrañar que la prisión celular con sus cronologías ritmadas, su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y de anotación, con sus maestros de normalidad, que relevan y multiplican las funciones del juez, se haya convertido en el instrumento moderno de la penalidad? ¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones? (Foucault, 1975, p. 230)
Una interpretación simplista de Vigilar y castigar sostiene que “el poder disciplinario” consiste en la vigilancia, la domesticación y la homogeneización de “los sujetos”. La tesis que sostiene este texto es que el aporte específico del análisis genealógico sobre “el poder” disciplinario —o, como Foucault prefiere decir, sobre las técnicas de poder disciplinario— es que el objetivo y el procedimiento estratégico de la disciplina no es tanto la vigilancia para la domesticación o formación de cuerpos dóciles y homogéneos —homogéneamente dóciles—, sino la fabricación de individuos. Con este fin, se utiliza una tecnología propia de la sociedad capitalista, ya detectada y analizada por Georges Canguilhem (1966), historiador de las ciencias y maestro de Foucault: la normalización. Puede decirse, con una frase paradójica, que la conceptualización genealógica propone analizar la producción de relaciones de poder como producción de libertad, producción de juegos de libertad. He aquí este fragmento memorable con el que inicia el capítulo titulado “Los medios del buen encauzamiento”:
El poder disciplinario, en efecto, es un poder que, en lugar de sacar y de retirar, tiene como función principal la de “enderezar conductas”; o sin duda, de hacer esto para retirar mejor y sacar más. No encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a la vez pueda multiplicarlas y usarlas. […] La disciplina “fabrica” individuos; es la técnica específica de un poder que se da a los individuos a la vez como objetos y como instrumentos de su ejercicio. (Foucault, 1975, p. 175)
Destaquemos, en primer lugar, que esta caracterización de “la disciplina” es extrañamente positiva: el poder disciplinario es un tipo de poder que pone, antes que sacar; y, además, no “gana” solo una de las partes, sino que todos los involucrados en la relación obtienen algo. La pregunta socarrona que lanza Foucault es ¿qué sacan los sujetos que participan en las relaciones disciplinarias? En segundo lugar, que la cita precedente condensa los rasgos estructurales del dispositivo disciplinario en una expresión engañosamente evidente, la de que la disciplina fabrica individuos, expresión en la que destaca el uso de las comillas. Así, Foucault ha sido leído como un típico intelectual setentero de los que denunciaban que somos víctimas de un modelamiento en serie, de una masificación, máxime cuando se ha formado toda una cultura supuestamente crítica y alternativa que ha vulgarizado la idea de escuela como prisión y del maestro como cruel carcelero; vulgarización difundida en productos de la cultura de masas como la película The Wall de Pink Floyd (1979). Contra esto, propongo reconstruir el argumento del capítulo clave de Vigilar y castigar sobre (la tecnología de) poder disciplinario, titulado “Los medios del buen encauzamiento” (pp. 175-191) para descubrir, poco a poco, la ironía y a la vez la potencia de ese título.
El enigma de la disciplina moderna: ¿qué diferencia, por ejemplo, la disciplina de los remeros de una galera romana y la disciplina de los alumnos de una escuela lancasteriana? Este misterio lo aborda Foucault al describir la reoganización, a partir del siglo xvii, de un juego de tres mecanismos, inventados ya desde antiguo en ejércitos y conventos, pero que, ensamblados con una estrategia diferente y con un instrumento moderno, el examen, autorizan a caracterizar su resultado como una nueva tecnología de poder, el “poder disciplinario”: “El éxito del poder disciplinario se debe sin duda al uso de instrumentos simples: la inspección jerárquica, la sanción normalizadora y su combinación en un procedimiento que le es específico: el examen” (p. 175).
Foucault parte del componente más viejo y el más visible, para llegar al más reciente y más inocuo en apariencia. El primer componente es la vigilancia jerarquizada. En efecto, el primer diseño de una cuadrícula para ordenar elementos y hombres podría remontarse a los diseños de los cuarteles romanos, incluyendo sus galeras. El filósofo y jurista inglés Jeremy Bentham la retoma en el siglo xix, cientifizándola en una aparatosa arquitectura panóptica, en la que “un punto central fuera a la vez fuente de luz que iluminara todo y lugar de convergencia para todo lo que debe ser sabido” (p. 178). Sin embargo, poco a poco, en la medida en que las instituciones fabriles, escolares, hospitalarias o militares fueron creciendo en complejidad, “vigilar pasa a ser una función definida pero que debe formar parte del proceso de producción, acompañarlo en toda su duración:
un sistema “integrado” vinculado desde dentro a la economía y a los fines del dispositivo en que se ejerce. Se organiza también como un poder múltiple, automático y anónimo; porque si es cierto que la vigilancia reposa sobre individuos, su funcionamiento es el de un sistema de relaciones de arriba abajo, pero también hasta cierto punto de abajo arriba y lateralmente. Este sistema hace que “resista” el conjunto, y lo atraviesa íntegramente por efectos de poder que se apoyan unos sobre otros: vigilantes perpetuamente vigilados. [...] Y si es cierto que su organización piramidal le da un “jefe”, es el aparato entero el que produce “poder” y distribuye los individuos en ese campo permanente y continuo. (p. 182)
En dos palabras, la operación de base de la disciplina consiste en intervenir sobre la multitud indiferenciada de cuerpos y de fuerzas, con “el procedimiento de la pirámide continua e individualizante” (p. 222). El diseño de las escuelas mutuas o lancasterianas parece a Foucault el mejor logro de esta tecnología: al evocar la jerarquía de monitores que diseñó Charles Démia (1637-1689), uno de los pioneros de la enseñanza primaria moderna y de quien se inspiró el santo fundador de las Escuelas Cristianas, Juan Bautista de la Salle, concluye que:
Tenemos con esto el esbozo de una institución del tipo “de enseñanza mutua”, donde están integrados en el interior de un dispositivo único tres procedimientos: la enseñanza propiamente dicha, la adquisición de conocimientos por el ejercicio mismo de la actividad pedagógica, y finalmente una observación recíproca y jerarquizada. Inscríbese en el corazón de la práctica de enseñanza una relación de vigilancia, definida y regulada, no como una pieza agregada o adyacente, sino como un mecanismo que le es inherente, y que multiplica su eficacia. (p. 181) 4
De hecho, en Vigilar y castigar Foucault es aún más crudo respecto de la escuela, porque ve realizado en ella el nivel más sofisticado de la tecnología disciplinaria: lo que denomina la “organización de un espacio serial” o “cuadriculación de los espacios”, cuyo propósito es producir la identificación primero y luego la circulación de los individuos a través de un juego de rangos, de lugares movibles según diversos mecanismos de clasificación. Foucault disfruta usando la documentación pedagógica como prueba de este funcionamiento más refinado y tecnificado, el más representativo del “archipiélago disciplinario”, al recoger esa caracterización que desde el siglo xvi ha marcado la vida de quienes hacemos parte del sistema escolar: la escuela es, como diría el trabajo clásico de los argentinos Pineau, Dussel y Caruso (2001), una “máquina de educar”:
La organización de un espacio serial fue una de las grandes mutaciones técnicas de la enseñanza elemental. Permitió sobrepasar el sistema tradicional (un alumno que trabaja unos minutos con el maestro, mientras el grupo confuso de los que esperan permanece ocioso y sin vigilancia). Al asignar lugares individuales, ha hecho posible el control de cada cual y el trabajo simultáneo de todos. Ha organizado una nueva economía del tiempo de aprendizaje. Ha hecho funcionar el espacio escolar como una máquina de aprender, pero también de vigilar, de jerarquizar, de recompensar. J. B. de La Salle soñaba con una clase cuya distribución espacial pudiera asegurar a la vez toda una serie de distinciones: según el grado de adelanto de los alumnos, según el valor de cada uno, según la mayor o menor bondad de carácter, según su mayor o menor aplicación, según su limpieza y según la fortuna de sus padres. Entonces, la sala de clase formaría un gran cuadro único, de entradas múltiples, bajo la mirada cuidadosamente “clasificadora” del maestro. (Foucault, 1975, p. 151)
En Vigilar y castigar, la primera de las grandes operaciones de la disciplina es, entonces, la constitución de cuadrículas, “cuadros vivos” que “trasforman las multitudes confusas, inútiles o peligrosas, en multiplicidades ordenadas”:
La forma de la distribución disciplinaria, la ordenación en cuadro, tiene como función tratar la multiplicidad por sí misma, distribuirla y obtener de ella el mayor número de efectos posibles. La táctica disciplinaria […] permite a la vez la caracterización del individuo como individuo, y la ordenación de una multiplicidad dada. (p. 152)
El segundo componente del proceso de individualización propio del dispositivo disciplinario es la sanción normalizadora: en la vieja cuadrícula militar se introduce una versión particular del aparato judicial y punitivo. Por un lado, distribuye el “poder de castigar” entre una serie de funcionarios menores y anónimos que terminan investidos gratuitamente por una prolongación de la autoridad de los jueces, y por otro, extiende sobre una serie de acciones o conductas mínimas, “infrapenales”, el sistema de penalización que en lo legal solo afecta a los actos mayores calificados como delitos. El poder de castigar sufre una mutación notable, pues, al actuar sobre las pequeñas transgresiones de las rutinas cotidianas, se inserta en su funcionamiento natural y adquiere el carácter novedoso de sanción correctiva, actuando sobre la desviación antes que sobre la infracción.
A partir de allí, el castigo entra a operar en un nuevo tipo de lógica, en un continuo que, como decíamos al comienzo, no solo saca, sino que pone o —dirían hoy— da un “valor agregado” a los participantes: se trata de un mecanismo positivo de gratificación-sanción, de penas y recompensas; de modo que, si en un comienzo el grado mínimo de encauzamiento de las conductas operaba solo por miedo a la punición, ahora se abre ante los sujetos la vía ancha de la búsqueda del premio. Los castigos o los puestos inferiores reciben una nueva función: generar el deseo positivo de ser premiado o de promoverse hacia los mejores. Así, la sanción normalizadora no es un mero castigo, es un correctivo, forma parte de un aprendizaje o de una rehabilitación, que señala las desviaciones y jerarquiza las cualidades (p. 186). Más aún, como veremos enseguida, una vez ajustado el tercer elemento que se combina en el dispositivo disciplinario, los individuos van a obtener incluso otra cosa más importante que todos los premios o ascensos de rango.
El poder disciplinario ha retomado elementos de vieja data —el encierro, la vigilancia, el juzgamiento— y los ha recompuesto en una nueva estrategia: un nuevo arte de castigar que ya no tiende a la expiación ni estrictamente a la represión. Para cumplir este objetivo, requiere poner en juego un sistema de clasificación, comparación y diferenciación de los individuos, unos con respecto a otros, y en relación con una regla de conjunto (p. 187)
“La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias [utiliza cinco operaciones bien distintas] compara, diferencia, jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza” (p. 188). He acá una primera clave sobre la normalización: esta es un proceso mucho más complejo —e inteligente— que una simple homogenización. Lo que hace es instaurar el dominio de la Norma. El análisis genealógico enseña la diferencia entre Norma y Ley: la ley es un corpus de textos que establece una lista de actos prohibidos, mientras que la norma es un rango, una escala de medida sobre conductas ejecutadas, pero, sobre todo, posibles de ejecutar, es decir, antes de que lo sean. La ley ordena, la norma compara:
Decimos que una cosa es normal si puede asimilarse al término medio de los otros objetos pertenecientes a la misma clase. Pero, a causa del “gran número”, lo “normal” se hace normativo: esa regla que nos empuja a hacer las cosas o a pensar como “todo el mundo” [...] “La norma es una medida, una manera de producir la medida común. Es aquello que a la vez hace comparable e individualiza”. (Canguilhem, 1966, p. 185)5
Sobre un fondo de homogenidad, la norma sirve para destacar las diferencias individuales; es así como puede comparar y diagnosticar, lo que es perfectamente funcional para una sociedad proclamada democrática:
En un sentido, el poder de normalización obliga a la homogeneidad; pero individualiza al permitir las desviaciones, determinar los niveles, fijar las especialidades y hacer útiles las diferencias ajustando unas a otras. Se comprende que el poder de la norma funcione fácilmente en el interior de un sistema de la igualdad formal, ya que en el interior de una homogeneidad que es la regla, introduce, como un imperativo útil y el resultado de una medida, toda la gama de las diferencias individuales. (Foucault, 1975, p. 189)
He aquí el tercer elemento, clave de bóveda del sistema, dado que permite integrar las dos técnicas anteriores, la vigilancia jerarquizada y la sanción normalizadora, a través de un dispositivo de saber: el examen. Los procedimientos del examen “llevan consigo todo un mecanismo que une a cierta forma de ejercicio del poder cierto tipo de formación de saber” (p. 192) a través de tres operaciones que Foucault se toma el trabajo de identificar y detallar, al mejor estilo de un Marx:
1) El examen invierte la economía de la visibilidad en el ejercicio del poder; esto es, que en relación con las ostentosas formas del poder monárquico o soberano, en las que el gobernante estaba en el centro de la escena y “las masas” en la sombra, admirándolo, en la disciplina son los sometidos los que tienen que ser vistos, son objeto de permanente observación a través de un instrumento anónimo e impersonal.
2) El examen hace entrar también la individualidad en un campo documental: construye un archivo minucioso sobre cada individuo, los procedimientos de escritura permiten integrar los datos individuales en unos sistemas acumulativos, de modo que, a partir de cualquier registro general, se pueda encontrar un individuo, y que, inversamente, cada dato del examen individual pueda repercutir en los cálculos de conjunto.
Gracias a todo este aparato de escritura que lo acompaña, el examen abre dos posibilidades que son correlativas: la constitución del individuo como objeto descriptible, analizable; en modo alguno, sin embargo, para reducirlo a rasgos “de especie” como hacen los naturalistas con los seres vivos, sino para mantenerlo en sus rasgos singulares, en su evolución particular, en sus aptitudes o capacidades propias, bajo la mirada de un saber permanente; y de otra parte la constitución de un sistema comparativo que permite la medida de fenómenos globales, la descripción de grupos, la caracterización de hechos colectivos, la estimación de las desviaciones de los individuos unos respecto de otros, y su distribución en una “población”. (p. 195)
Y con esto llegamos al punto clave del descubrimiento genealógico:
3) El examen, rodeado de todas sus técnicas documentales, hace de cada individuo un “caso”: un caso que no es el reconocimiento de cierta excepcionalidad, sino la constitución de “un individuo tal como se le puede describir, juzgar, medir, comparar a otros; y esto en su individualidad misma; y es también el individuo cuya conducta hay que encauzar o corregir, a quien hay que clasificar, normalizar, excluir, etcétera” (p. 196). Lo que debemos entender aquí por individuo no corresponde con la idea romántica que ha pasado al lenguaje común, el individuo acá no es ni el “hombre notable y memorable” de las mitologías antiguas o de la épica medieval ni el “sujeto único e irrepetible” de la teología cristiana ni el “sujeto de derechos” de la doctrina jurídica liberal. Es, en el sentido moderno —es decir, técnico y científico—, una unidad delimitada dentro de un conjunto, un elemento que solo se identifica en relación con un conjunto. Si no entendemos que este es el tipo de individualización que produce el dispositivo disciplinario, vamos a malentender la famosa frase foucaultiana “la disciplina fabrica individuos”. A riesgo de abusar de las citas, señalo acá la pieza maestra de su análisis:
El examen como fijación a la vez ritual y “científica” de las diferencias individuales, como adscripción de cada cual al rótulo de su propia singularidad […] indica la aparición de una modalidad nueva de poder en la que cada cual recibe como estatuto su propia individualidad, y en la que es estatutariamente vinculado a los rasgos, las medidas, los desvíos, las “notas” que lo caracterizan y hacen de él, de todos modos, un “caso”. (pp. 196-197)
He aquí la respuesta a la cuestión de ¿qué es lo que obtienen los individuos que son fabricados por el dispositivo disciplinario? Pues nada menos que a sí mismos, o, mejor, ¡su individualidad como una identidad normal! Agreguemos una última cita, para remachar el análisis y confirmar la tesis de la normalización como individualización:
Finalmente, el examen se halla en el centro de los procedimientos que constituyen el individuo como objeto y efecto de poder, como efecto y objeto de saber. Es el que, combinando vigilancia jerárquica y sanción normalizadora, garantiza las grandes funciones disciplinarias de distribución y de clasificación, de extracción máxima de las fuerzas y del tiempo, de acumulación genética continua, de composición óptima de las aptitudes. Por lo tanto, de fabricación de la individualidad celular, orgánica, genética y combinatoria. Con él se ritualizan esas disciplinas que se pueden caracterizar con una palabra diciendo que son una modalidad de poder para el que la diferencia individual es pertinente. (p. 197)
No es este el espacio para aclarar las cuatro características (celular, orgánica, genética y combinatoria) con que Foucault distingue la individualidad/individualización modernas, Lo esencial a retener es que este tipo de individualización resalta la diferencia individual sobre el fondo comparativo de la norma, y la norma recae sobre “subjetividades”, esto es, sobre figuras o posiciones de sujeto, construidas por parejas de normalización: adulto/niño, enfermo/sano, loco/cuerdo, criminal/buen ciudadano; heterosexual/lgbti, occidental/no-occidental, y una larga lista de duplas funcionales en nuestras sociedades. Por esta razón, Foucault reemplazaría más tarde, tras el tomo I de Historia de la sexualidad, el uso del término subjetividad — que se asocia con el mundo “privado” de un “sujeto”, y que se ha vuelto ambiguo y polivalente hasta la náusea-, por el de subjetivación: la constitución de posiciones de sujeto, de funciones-sujeto, en tres dimensiones correlativas y diferenciadas a la vez: en el saber, en las relaciones con los otros y en las relaciones consigo mismo.6
Para el caso de las instituciones disciplinarias, esas figuras de sujeto constituyen la individualidad, no solo como personajes sociales “exteriores” que son objeto de saber y de poder, sino como referentes “psicológicos” de la construcción de la “interioridad”. Lo fuerte del análisis foucaultiano es que rompe con la clásica explicación sociológica de “el individuo” es una unidad libre y autónoma a la que se le hacen “interiorizar” ideas, figuras, conductas producidas en su exterior, el exterior social. Los análisis de corte marxista nos dieron la explicación de que una ideología nos ha puesto “dentro” imágenes externas, ajenas a la inalienable libertad: no, en el saber sobre el sujeto y en el saber del sujeto no hay exterior ni interior, no hay culpa cristiana ni marxista. El saber es un fluir que interconecta, sin adentro ni afuera, es un saber sobre nosotros mismos que se ha convertido, para los modernos, en un campo de batalla permanente con las figuras del niño, del enfermo, del criminal, del perverso, del loco, del criminal… Figuras de subjetividad modernas que a cada paso sospechamos que nos habitan, porque definimos a los otros, y a nosotros, con ellas mismas. En otras épocas, otras habrán sido esas figuras de subjetivación.
Debo reiterar: para desembarazarnos del uso ambiguo, laxo y engañoso de la manida expresión “subjetividad”, Foucault ha tenido que aclarar en muchas ocasiones, que cuando él habla del “sujeto”, “la subjetividad” o “las subjetividades”, no se está refiriendo ni a las personas concretas de carne y hueso ni a la interioridad o la intimidad de cada ser humano ni tampoco a la visión o punto de vista particular que cada uno tiene sobre la realidad. Su análisis recae sobre las posiciones de sujeto o modalidades de subjetivación; a saber, sobre una función o rol que las personas ejercen en sus espacios de interacción: así, los términos “individuo” e “individualidad” no nombran seres, sino funciones resultantes de procesos de individualización: la función de ser identificado -e identificarse- con unas características comparables dentro de un conjunto. Si esto no se entiende, no se entenderá el modo como Foucault ha redefinido la “naturaleza” de las relaciones de poder: no se trata de un hombre dominando a otro hombre, cuerpo a cuerpo —esa es la dominación física de una relación de esclavitud—; las relaciones de poder en las sociedades con tecnologías de poder disciplinario consisten en “acciones sobre acciones”, zonas de interacción —“intersubjetividad”— del todo delimitadas a los juegos de acción posibles entre dos funciones-sujeto. Es decir, la figura de sujeto-maestro solo puede actuar sobre la figura de sujeto-alumno, en tanto que cada uno juega ese rol y gracias al tipo de relaciones que se habilitan entre esas dos figuras. Pero hay que entender que todas las otras actividades, pensamientos, emociones y deseos del maestro y del estudiante quedan por fuera de los juegos de poder pedagógicos, a menos que se entre en otros juegos de roles: adulto-niño, acosador-acosado, varón-mujer. No son las personas, son los roles relacionales; y no es “el poder” su causa, son los regímenes de verdad los que los aseguran.
Notas:
4. Hay que aclarar que el sistema monitorial o lancasteriano, inventado simultáneamente por Bell en la India y Lancaster en Inglaterra, y fusionado bajo el nombre de enseñanza mutua, fracasó en su promesa de lograr que “un solo maestro enseñe a mil alumnos a la vez”, y fue reemplazado y combatido en Francia, por el método de enseñanza simultánea de los Hermanos Cristianos (lasallistas). Este era mucho menos aparatoso y represivo, reducía drásticamente el número de alumnos por maestro, pero conservaba el sistema monitorial y, sobre todo, la técnica de los bonos de premio y castigo como moneda cotidiana de la relación pedagógica (Querrien, 1991; Sáenz, Saldarriaga y Ospina, 1997).
5. Se indicó que el descubrimiento del “efecto normalizador” procede de Georges Canguilhem: “‘Normal’ es el término mediante el cual el siglo xix va a designar el prototipo escolar y el estado de salud orgánica. La reforma hospitalaria como la reforma pedagógica expresan una exigencia de racionalización que aparece igualmente en política, así como aparece en la economía bajo el efecto del naciente maquinismo industrial, y así desemboca por último en lo que se ha llamado después ‘normalización’” (Canguilhem, 1966, p. 185).
6. Para una introducción de conjunto a la complejidad de este concepto foucaultiano puede verse: Castro, Edgardo. Diccionario Foucault. Temas, conceptos y autores. Buenos Aires: Siglo XXI/UNIPE, 2011, p. 376-378
Para el caso de las instituciones disciplinarias, esas figuras de sujeto constituyen la individualidad, no solo como personajes sociales “exteriores” que son objeto de saber y de poder, sino como referentes “psicológicos” de la construcción de la “interioridad”. Lo fuerte del análisis foucaultiano es que rompe con la clásica explicación sociológica de “el individuo” es una unidad libre y autónoma a la que se le hacen “interiorizar” ideas, figuras, conductas producidas en su exterior, el exterior social. Los análisis de corte marxista nos dieron la explicación de que una ideología nos ha puesto “dentro” imágenes externas, ajenas a la inalienable libertad: no, en el saber sobre el sujeto y en el saber del sujeto no hay exterior ni interior, no hay culpa cristiana ni marxista. El saber es un fluir que interconecta, sin adentro ni afuera, es un saber sobre nosotros mismos que se ha convertido, para los modernos, en un campo de batalla permanente con las figuras del niño, del enfermo, del criminal, del perverso, del loco, del criminal… Figuras de subjetividad modernas que a cada paso sospechamos que nos habitan, porque definimos a los otros, y a nosotros, con ellas mismas. En otras épocas, otras habrán sido esas figuras de subjetivación.
Debo reiterar: para desembarazarnos del uso ambiguo, laxo y engañoso de la manida expresión “subjetividad”, Foucault ha tenido que aclarar en muchas ocasiones, que cuando él habla del “sujeto”, “la subjetividad” o “las subjetividades”, no se está refiriendo ni a las personas concretas de carne y hueso ni a la interioridad o la intimidad de cada ser humano ni tampoco a la visión o punto de vista particular que cada uno tiene sobre la realidad. Su análisis recae sobre las posiciones de sujeto o modalidades de subjetivación; a saber, sobre una función o rol que las personas ejercen en sus espacios de interacción: así, los términos “individuo” e “individualidad” no nombran seres, sino funciones resultantes de procesos de individualización: la función de ser identificado -e identificarse- con unas características comparables dentro de un conjunto. Si esto no se entiende, no se entenderá el modo como Foucault ha redefinido la “naturaleza” de las relaciones de poder: no se trata de un hombre dominando a otro hombre, cuerpo a cuerpo —esa es la dominación física de una relación de esclavitud—; las relaciones de poder en las sociedades con tecnologías de poder disciplinario consisten en “acciones sobre acciones”, zonas de interacción —“intersubjetividad”— del todo delimitadas a los juegos de acción posibles entre dos funciones-sujeto. Es decir, la figura de sujeto-maestro solo puede actuar sobre la figura de sujeto-alumno, en tanto que cada uno juega ese rol y gracias al tipo de relaciones que se habilitan entre esas dos figuras. Pero hay que entender que todas las otras actividades, pensamientos, emociones y deseos del maestro y del estudiante quedan por fuera de los juegos de poder pedagógicos, a menos que se entre en otros juegos de roles: adulto-niño, acosador-acosado, varón-mujer. No son las personas, son los roles relacionales; y no es “el poder” su causa, son los regímenes de verdad los que los aseguran.
El fracaso de la prisión…
Vigilar y castigar es una obra mayor para comprender ciertos funcionamientos claves de nuestras sociedades modernas, por su potencia para abrir muchas aristas de análisis. De ellas solo resaltaré acá las que nos ayuden a pensar las relaciones entre cárcel y escuela. Uno de sus aportes mayores a la comprensión de nuestros funcionamientos sociales es el análisis de la gran paradoja del encarcelamiento: si la prisión ha sido señalada como un fracaso prácticamente desde sus comienzos, ¿por qué ha permanecido hasta hoy?: “Conocidos son todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa, cuando no es inútil. Y sin embargo, no se ‘ve’ por qué remplazarla. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la economía” (p. 234). Sería un mal menor, tal como se ha dicho también de la escuela.
¿Cómo explicar esta paradoja? La explicación “oficial” sobre el fracaso de la prisión procede del dualismo téoría-práctica: los ideales filantrópicos de rehabilitación se ven minados por un juego de circunstancias reales de todo orden. Mientras que el principio teórico, jurídico, del encarcelamiento se mantiene incólume, el efecto rehabilitador de las disciplinas ha sido denunciado como ineficaz e incluso contraproducente: el diagnóstico es que la prisión, en lugar de reformar, “fabrica delincuentes”. Las críticas no han cesado de girar alrededor de dos tópicos: unas insisten en que se trata de reformar las prisiones hasta que en algún momento alcancen su función ideal; otras repiten al infinito la denuncia de la estafa del sistema, el engaño permanente de su humanismo. Foucault señala:
Hay que advertir que esta crítica monótona de la prisión se ha hecho constantemente en dos direcciones: contra el hecho de que la prisión no era efectivamente correctora y que la técnica penitenciaria se mantenía en ella en estado rudimentario, y contra el hecho de que, al querer ser correctora, pierde su fuerza de castigo, que la verdadera técnica penitenciaria es el rigor y que la prisión
constituye un doble error económico: directamente por el costo intrínseco de su organización e indirectamente por el costo de la delincuencia que no reprime. Ahora bien, la respuesta a estas críticas
ha sido siempre la misma: el mantenimiento de los principios invariables de la técnica penitenciaria. Desde hace siglo y medio, se ha presentado siempre la prisión como su propio remedio; la reactivación de las técnicas penitenciarias como la única manera de reparar su perpetuo fracaso; la realización del proyecto correctivo como el único método para superar la imposibilidad de hacerlo pasar a los hechos. (p. 273)
La clave del método genalógico -y que es causa de incomprensiones- es que permite ver más allá de la dualidad teoría/práctica. Foucault utiliza la tríada idea-real-estructural común a la epistemología estructuralista: lo estructural constituye o postula una tercera dimensión, la de un campo de relaciones donde se organizan las relaciones que ligan “lo real” y lo “ideal”, 7 y entre “la teoría” y la “practica. Para el caso de la prisión, o mejor, del sistema punitivo carcelario, se pregunta: más allá de la función real de la prisión (castigar) y más allá de su función ideal (rehabilitar), ¿cuál es la función estructural de la prisión? Si la función general del poder disciplinario es “fabricar individuos”, en el caso de la cárcel se “fabrica” un tipo singular de subjetivación: el delincuente:
Se dice que la prisión fabrica delincuentes; es cierto que vuelve a llevar, casi fatalmente, ante los tribunales a aquellos que le fueron confiados. Pero los fabrica [primero] en el otro sentido de que ha introducido en el juego de la ley y de la infracción, el juicio y del infractor, del condenado y del verdugo, la realidad incorpórea de la delincuencia que une los unos a los otros y, a todos juntos, desde hace siglo y medio, los hace caer en la misma trampa. (p. 258)
Recordemos; no se trata, al final, de los hombres concretos, pues “delincuente” y “delincuencia” —que se han vuelto sustantivo y adjetivo para naturalizar “esencias” — son figuras de subjetividad: el saber penitenciario se nutre del “concepto” de peligrosidad y el aparato carcelario fabrica material y conceptualmente tanto la individualidad de la conducta caracterizada como delincuente como a la población marcada por tal virtualidad. En una tesis que evoca la de Marx sobre “la productividad del crimen”, 8 pero la radicaliza, Foucault afirma que la delincuencia no es un subproducto indeseado y minimizable, es la utilidad estructural de la prisión. Entre el “fracaso” visible de la prisión que es el permanente déficit de su ideal y la cruda realidad cotidiana de cada cárcel concreta —con sus hacinamientos y sus violaciones de los derechos humanos—, se produce la fabricación de la delincuencia a la vez como objeto de saber para las decisiones de política criminal —la “personalidad delincuente”— y como un “sector social” identificado y reutilizado por la policía.
La afirmación de que la prisión fracasa en su propósito de reducir los crímenes, hay que sustituirla quizá por la hipótesis de que la prisión ha logrado muy bien producir la delincuencia, tipo especificado, forma política o económicamente menos peligrosa —en el límite, utilizable— de ilegalismo; producir los delincuentes, medio aparentemente marginado pero centralmente controlado; producir el delincuente como sujeto patologizado. El éxito de la prisión: en las luchas en torno de la ley y de los ilegalismos, especificar una “delincuencia”. (p. 282)
El fracaso recurrrente forma parte, entonces, del funcionamiento de la prisión, concluye lapidariamente el autor de Vigilar y castigar (p. 276). La perpetua reforma de lo mismo es la utilidad estructural —no consciente, no confesa— de las instituciones disciplinarias.
Notas:
7. La superación del dualismo ontológico y epistémico (“real/ ideal”) por una noción triádica (real/ideal/estructural) procede de la revolución estructuralista que Foucault comparte con autores como Lacan, Lévi-Strauss, Barthes, Althusser, Leroi-Gourhan, entre otros. Esta explosiva tríada metodológica es explicada en un texto contundente de Gilles Deleuze, “¿En qué se reconoce el estructuralismo?” (pp. 223-249). Dado que en este espacio no es posible explicar por qué lo estructural se aloja en un código de lenguaje o de saber, remitimos al lector al texto citado.
8 “El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una ‘mercancía’ […] pero también regula el desempleo, produce novela y arte, y a la policía, los jueces, a los cerrajeros […]” (Marx, 1862)
¿… Y la “crisis” de la escuela?
¿Qué ha fracasado en la escuela? Para avanzar en la discusión, digamos que el asunto no es solo de recursos y de financiación pública, aunque esta sea la primera condición para evaluar el cumplimiento de la promesa de la modernidad educativa. Grafiquemos su expresión límite: en los barrios marginales es donde las escuelas, cada vez más, se ven reducidas a sus funciones extremas de contener durante unas horas diarias a una juventud diagnosticada como peligrosa, y donde las funciones educativas de los maestros se ven limitadas a las más disciplinarias y defensivas; “carceleros” sin esperanza de que sus chicos tengan futuro en el sistema educativo superior.
Pero la promesa de la modernidad educativa se ha construido bajo un mecanismo sencillo y eficaz que legitima el funcionamiento del sistema por un juego conocido como “doble vínculo” (double bind): el mandato comeniano de enseñar todo a todos se vuelve, en el siglo de la construcción de los sistemas educativos nacionales (siglo xix), la instauración de un horizonte democrático, un 100 % de logro prometido. Este horizonte credibiliza tanto las recurrentes reformas educativas oficiales como las incesantes luchas ciudadanas alrededor del derecho universal a la educación. Parece que todo se decidiera entre los continuos pulsos a que se libran los actores sociales, a través de las tensiones que se tramitan entre los puntos porcentuales en las estadísticas: “Hemos alcanzado el 100 % de cobertura en primaria”,“la reforma en curso se propone aumentar al 60 % la cobertura en secundaria, que a decir verdad, está un poco deficiente…” o “es escandaloso que solo el 50 % de los estudiantes inscritos en primaria haya alcanzado el nivel de secundaria; no cesaremos de luchar por el derecho a una educación secundaria y universitaria gratuita y de calidad para todos…”. Estas frases se reiteran en todos los paises del mundo capitalista globalizado, en las luchas entre los estados y las poblaciones. Si es ignominioso ver los efectos de la inequidad en nuestros países, por otra parte sabemos que la “crisis” de la escuela también se siente en los países ricos.
¿Qué ha fracasado? ¿La democratización a 100 % del cubrimento educativo? Sí y no. ¿El fortalecimiento de la educación pública? Sí y no. ¿La calidad de la enseñanza? Si y no. ¿La capacitación laboral? ¿La formación de ciudadanos? ¿La integración de minorías? ¿La creación de oportunidades para todas las clases sociales? Si seguimos planteando más preguntas, la respuesta será, invariablemente, igual. Siempre habrá necesidad de una reforma educativa más. Y de una lucha social más…
El enigma de las analogías estructurales entre la escuela y la cárcel nos invita a llevar el problema a otro plano, plano que —¡oh juventud!— los noveles instructores fucoltianos no percibimos en aquel momento de taller con los maestros del mpc: si escuela y cárcel —y cuartel, fábrica, hospital, manicomio… toda la serie de instituciones duras y blandas del “archipiélago disciplinario”— comparten el formato individualizador de las instituciones disciplinarias, debimos recordar a los talleristas que cada una de estas instituciones aseguran la individualización con unos saberes propios que delimitan sus fines singulares —curar, rehabilitar, producir…—. La escuela opera sus tecnologías disciplinarias con un dispositivo de saber singular, el del saber pedagógico, lo cual no es, para nada, un dato menor.
Es en este punto donde se vuelve crucial la problematización lanzada por el ghpp al estatuto subalterno de la pedagogía y del maestro, enraizada en los análisis focaultianos de La arqueología del saber (Zuluaga, 1997). Al cruzar los análisis genealógicos —el poder disciplinario— con los análisis arqueológicos —los regímenes epistémicos del saber pedagógico—, pueden leerse de otro modo los “fracasos” o “crisis” de la escuela. De entrada, el análisis del “archipiélago penitenciario” nos enseña que el permanente déficit porcentual entre “lo ideal” y “lo real” alimenta el reformismo perpetuo que, siempre cojeando, sostiene al sistema. ¿Qué sería lo estructural en el dispositivo escolar? Quisiera sugerir, esbozar, dos dimensiones, solo para incitar mayores análisis.
Primera: una tensión estructural entre dos elementos constitutivos del dispositivo escolar (las técnicas de organización y el saber pedagógico) y dos finalidades de formación de sujetos (la individualizante y la colectivizante).
Propongo, entonces, entender la escuela moderna como un dispositivo que se constituye tratando de armonizar dos tipos de funciones estratégicas (sobre la masa y el individuo) y dos tipos de tecnologías (organizativas y pedagógicas). Ello explica la estructura doblemente paradójica de la Pedagogía moderna: ella es la encargada de encauzar y corregir las naturalezas infantiles para producir sujetos libres pero responsables, y hacerlo actuando a la vez sobre colectividades o grupos de población para formar individuos e identidades. Tensión especialmente intensa cuando se trata de los efectos éticos buscados por la escuela moderna: se pretenderá siempre formar individuos capaces de autogobierno —una de cuyas modalidades, pero no la única, es la autonomía—, pero a la vez “sujetos al orden social”, respetuosos de la ley, la moral y la normalidad (una de cuyas formas, entre otras, es la llamada heteronomía). Drama en el cual las tecnologías disciplinarias parecen encargarse de producir los “fines heteronómicos” y los saberes pedagógicos se ocuparían de los “fines autonómicos”. Al tratar de equilibrar en su interior estos cuatro puntos de tensión (tecnologías disciplinarias/tecnologías pedagógicas, y fines colectivizantes/fines individualizantes), la escuela se debate de modo dramático o conflictivo para maestros y alumnos, alrededor de cuestiones que nunca hallarán una respuesta acabada sino soluciones híbridas y en permanente reconstrucción. (Saldarriaga, 2003, p. 138)
Hablar de tensiones constitutivas (en lugar de “fracaso” o “crisis”) permite situar puntos críticos de las luchas y las alternativas. Enumero una lista que puede y debe ampliarse: el número de estudiantes por maestro, del que también depende el grado de individualización u homogenización que este pueda ejercer; el grado de (des)equilibrio entre el uso de métodos “prefabricados” y el margen para la creatividad curricular del maestro; el equilibrio (im)posible entre el rol de autoridad de la institución y el rol de cercanía del profesor; el grado de (im)permeabilidad a las “verdades culturales” de los jóvenes frente a las “verdades científicas o técnicas” necesarias para su habilitación laboral, y, por ahí, entre los sentidos de vida de los jóvenes y la funcionalidad cada vez más utilitaria del asistir a la escuela 9.
Segunda: una tensión cotidiana entre los conflictos constitutivos o estructurales acabados de situar y las contingencias permanentes de la vida diaria de cada institución escolar real. Las rutinas, azares, juegos políticos y personales, las coyunturas institucionales, la (in)disponibilidad de recursos, la autoridad de las directivas escolares y las directrices de la administación, los (melo)dramas o demandas de los estudiantes… En fin, las mil y una actividades de cada jornada escolar, que son, a la vez, efectuación de las tensiones estrucurales, las ocultan o, mejor, las sepultan bajo una montaña de minucias cotidianas, activismo y repetición, azar, prisa y repetición. Introducir la tensión entre lo estructural y lo contingente es fundamental para ampliar la noción de saber pedagógico: el saber-hacer de los maestros ocurre, durante casi todo el tiempo escolar, en lo oral y lo gestual, y no debe reducirse solo a los textos escritos —lo que incluye desde los libros teóricos hasta los escritos escolares de uso diario, pasando por los informes y los proyectos de aula o investigación docente.
El hecho de que las respuestas sean Sí y No, de ningún modo significa ambigüedad o círculo vicioso. La puesta en evidencia de este plano estructural de la escuela permite desbloquear, activar, otro campo de saber. Son los saberes de las luchas por la reconstrucción de otros tipos de subjetividades, otros modos de subjetivación, tanto de maestras y maestros como de estudiantes o padres-madres de familia. Nunca viviremos en sociedades ni en instituciones libres de tensiones y luchas, ya nos lo debió recordar el maestro Estanislao Zuleta, pero podemos participar en la constitución conflictiva de otros modos de ser sujetos. La fórmula de Foucault es militante: “Ser gobernados, sí, pero ¿ cómo no ser gobernado de esa forma, por ése, en el nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no de esa forma, no para eso, no por ellos” (Foucault, 1995). Lo que puede ser parafraseado sin vacilar, como: “Ser subjetivados, si, es inevitable, pero no así, no por tales sujetos, ni en nombre de esos ideales, ni con esos propósitos ni con esas técnicas…” . Tenemos claro que estos nuevos modos de subjetivarnos ya no se construirán sobre dicotomías esencialistas —bien/mal, teoría/práctica/, dominador/dominado…—, sino sobre el coraje de la verdad (Foucault, 2010), un trabajo sobre la verdad, sobre los otros y sobre sí mismo, que requiere el abandono de identidades, roles y gestos naturalizados, de comparaciones . ¿Una escuela no clasificatoria es posible?
Referencias
Canguilhem, G. (1966). Lo normal y lo patológico. Siglo XXI.
Castro, Edgardo. Diccionario Foucault. Temas, conceptos y autores. Buenos Aires: Siglo XXI/UNIPE, 2011.
Deleuze, G. (1987). Foucault. Paidós.
Deleuze, G. (2005). ¿En qué se reconoce el estructuralismo? En: La isla desierta y otros textos. Editorial Pre-Textos, pp. 223-249 [edición original en: Châtelet F. (ed.). (1972). El siglo xx. Histoire de la philosophie, t. VIII. Hachette, pp. 299-335].
Chartier, A-M. (2017). La escuela estallada. En: Pedagogía y saberes, 46, pp. 97-107.
Fecode (Federación Colombiana de Educadores). (2013) Documentos Seminario
Internacional de Pedagogías Críticas. shorturl.at/dqGSV
Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
Foucault, M. (1978). La imposible prisión. Debate con Michel Foucault. Anagrama.
Foucault, M. (1995). ¿Qué es la crítica? [CRÍTICA Y AUFKLÄRUNG]. Daimon Revista Internacional de Filosofía, 11, 5–26. Recuperado a partir de https://revistas.um.es/daimon/article/view/7261
Kirscheimer, O y Rusche, G. (1939). Punishment and Social Structure. Columbia University Press.
Marx, K. (1862). Elogio del crimen. Sequitur.
Noguera, C. E. (2005). La pedagogía como “saber sometido”: un análisis del trabajo arqueológico y genealógico sobre el saber pedagógico en Colombia. En: Zuluaga, O. et al. Foucault, la pedagogía y la educación. Cooperativa Editorial Magisterio-Grupo Historia de la Práctica Pedagógica-Universidad Pedagógica Nacional.
Pineau, P.; Dussel, I. y Caruso, M. (2001). La escuela como máquina de educar. Tres ensayos sobre un proyecto de la modernidad. Paidós.
Querrien, A. (1979). Trabajos elementales sobre la escuela primaria. La Piqueta.
Rodríguez, A.; Suárez, H. et al. (2002). 1982-2002: Veinte años del movimiento pedagógico. Entre mitos y realidades. Cooperativa Editorial Magisterio/Corporación Tercer Milenio.
Sáenz, J.; Saldarriaga, Ó. y Ospina, A. (1997). Mirar la infancia. Pedagogía, moral y modernidad en Colombia, 1903-1946, vol. 2. Colciencias/ Ediciones Foro Nacional por Colombia/Ediciones Uniandes/Editorial Universidad de Antioquia.
Saldarriaga Vélez, Ó. (2003). Matrices éticas y tecnologías de formación de la subjetividad en la pedagogía colombiana, siglos xix y xx. En: Del oficio de maestro. Prácticas y teorías de la pedagogía moderna en Colombia. Editorial Magisterio-Grupo Historia de la Práctica Pedagógica en Colombia.
Tamayo, A. (2006). El movimiento pedagógico en Colombia (un encuentro de los maestros con la Pedagogía). Revista HISTEDBR On-line, 24, pp. 102-113. shorturl.at/tzAL5
Zuluaga, O. L. (1999). Pedagogía e historia. La historicidad de la pedagogía: la enseñanza, un objeto de saber. Anthropos/Siglo del Hombre/Universidad de Antioquia.